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martes, 28 de septiembre de 2010

“UN DIA AL CIELO IRE…” (SEGUNDA PARTE)


Después de un mes de agonía, la enfermera del turno noche vino muy preocupada a despertarme…” Su papa se esta quejando….”  - Me dijo -.
Me levante rápidamente y acercándome a su cama descubrí que no era una queja. Mi papa Estaba entonando un viejo canto, recuerdo de su infancia…;”un día al cielo iré y la contemplare... Un día la veré, cual Celica armonía, las glorias de Maria, mil veces cantare…”
Pasaron solo unos minutos y papa partió al cielo…

 
( SIGUE EL ARTICULO) El objeto de la visión beatífica

Es Dios en su unidad de esencia y trinidad de personas. Así lo dice el Concilio de Florencia. San Juan asegura que le veremos como es, uno y trino. Es posible ver la esencia divina sin ver el misterio trinitario cuando esta esencia no se ve como es sino como se refleja en las criaturas. En este caso, el medio en el que refleja hace que veamos sólo lo que Él contiene de la divinidad. Las criaturas son efecto de Dios creador, de Dios uno, pues la creación es acto divino de las tres Personas.

Y la esencia divina en cuanto una es lo que vemos. Pero, cuando se vea la esencia divina, en ella se verá con trinidad de personas, ya que las relaciones, que son el origen de las personas, se identifican con la realidad de la divina naturaleza. Ver la naturaleza en sí es ver las Relaciones, y ver las Relaciones es ver las Personas. Además, el conocimiento de la gloria pertenece al orden sobrenatural, que se constituye fundamentalmente por los dos misterios de la Trinidad y el de la Encarnación.

Conocer estas dos verdades implica conocer los atributos, los misterios pertenecientes a las personas, entre los que destacan los misterios del Verbo y la redención. Este es el objeto primario o esencial de la visión. Se pueden ver muchas cosas más. Santo Tomás dice que, por mucho que los bienaventurados vean en Dios, nunca verán tanto cuanto Dios puede dar. Siempre será más lo que Dios contiene y puede que lo que el hombre alcanza, por muy fortalecido que tenga el entendimiento con la luz de la gloria.

Revestidos de nuestra habitación celeste

La visión y posesión de Dios es algo que no podemos conocer ni imaginar, pues tiene su causa en la luz de la gloria que supone la posesión irreversible de Dios sobre el alma, y por tanto, una condición en la que ningún acto voluntario es idéntico a lo que vivimos en esta tierra. Pero la bienaventuranza tiene también un aspecto accidental que nos ayuda a asomarnos a las grandezas del bien eterno.

Tales bienes accidentales tienen su fuente en Dios y acontecen en el alma humana según su gobierno, aunque seguramente suceden con el concurso de otras criaturas, pues, aunque el bien esencial del cielo sucede sin mediación alguna, nada impide que los bienes accidentales sucedan con el concurso de causas segundas, como los Ángeles u otros Bienaventurados.

Cuando la vida en la tierra es semejante a la del cielo

Hay satisfacción deliciosa de todo legítimo deseo en la armonía de un bien gratuito, firme y asombroso. Se percibe la santidad divina en la raza humana redimida del pecado y de la muerte. Se contemplan los designios de Dios en la creación. Se obedece para amar sólo por orden de Dios. Se goza del Matrimonio espiritual, que San Juan de la Cruz canta en la Llama de amor viva.

Se goza sirviendo eficazmente el plan de Dios en favor de la humanidad. Se participación en la sabiduría y la misericordia con que Dios gobierna la creación. Se hace la donación del propio ser en una circulación de amor por la que se recibe de modo siempre nuevo la existencia. Se experimenta la fidelidad divina en su misma fuente. Se reina con Dios. Se es transfigurado con el Señor. Se posee una visión del paraíso. Se cumple la estrofa de San Juan de la Cruz:

“Quédeme y olvídeme
El rostro recliné sobre el Amado;
Cesó todo y déjeme
Dejando mi cuidado
Entre las azucenas olvidado”

Se vive el Martirio de amor, y el amor a los enemigos.

Santa Teresa

Igual que en el infierno, Teresa ha estado en el cielo. Oyó lo que ningún oído humano ha podido oír y vio lo que los ojos no han podido ver. Nos refiere con sencillez que a los primeros que vio fueron sus padres, y cosas tan maravillosas que quedó fuera de sí. Y en otro lugar dice que su inmenso deseo es: "No perder un tantito de gozar más, y no perder bienes que son eternos, por mucho que cuesten”.

Y que todos gocen lo que ella. Ha conocido a tiempo la patria verdadera. No nos extrañemos que los que de verdad le hacían compañía eran los habitantes de aquella patria. Eran, son, los verdaderos vivientes. ¡Qué gloria, y qué garantía para nosotros sus lectores, que podemos participar de su alegría!

Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana. El cielo es figura de la vida en Dios. Jesús habla de recompensa en los cielos (Mt 5, 12) y exhorta a amontonar tesoros en el cielo (Mt 6, 20; 19, 21).

El misterio de Cristo

El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo en relación con el misterio de Cristo. La carta a los Hebreos afirma que Jesús «penetró los cielos» (Hb 4, 14) y «no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo» (Hb 9, 24). Luego los creyentes, en cuanto amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo.

Dice el apóstol Pablo en un texto de gran intensidad: «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo —por gracia habéis sido salvados— y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2, 4-7). Las criaturas experimentan la paternidad de Dios, rico en misericordia, a través del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, el cual, como Señor, está sentado en los cielos a la derecha del Padre.

Inserción en el misterio pascual

La participación en la completa intimidad con el Padre, después del recorrido de nuestra vida terrena, pasa por la inserción en el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los cielos al final de los tiempos: «Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras» (1Ts 4, 17).

En el marco de la Revelación sabemos que el «cielo» o la «bienaventuranza» en la que nos encontraremos no son una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo.

Es preciso mantener siempre, alerta el Papa Juan Pablo II, cierta sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos situará la comunión definitiva con Dios. Con todo, esta situación final se puede anticipar de alguna manera hoy, tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna.

Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente. Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir bien las realidades penúltimas.

Somos conscientes de que mientras caminamos en este mundo estamos llamados a buscar «las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1), para estar con él en el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu él reconcilie totalmente con el Padre «lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 20). (Juan Pablo II).

La bienaventuranza esencial

Lo esencial del cielo, nos enseña Santo Tomás de Aquino, es la visión y posesión de Dios. Visión que sucede no con la lumbre de nuestra razón natural ni con la luz de la fe sino con una iluminación singular a la que ya sabemos que los teólogos llaman lumen gloriae, la "luz de la gloria": una comunicación que Dios hace de su propia verdad, con la que impregna totalmente el entendimiento de los bienaventurados y los hace capaces de ver al mismo Dios en su esencia.

Esta visión es al mismo tiempo posesión del tesoro inefable e indescriptible de los bienes propios e inagotables del ser divino. Y ésta es la bienaventuranza esencial.

La bienaventuranza accidental

Un accidente es algo que para existir necesita apoyarse en otro ser, es decir, en una "sustancia". No existe el color sino cosas con color; el accidente "color" subsiste "en otro", en una flor o en un libro. Lo accidental puede estar o no estar. La bienaventuranza accidental puede tener muchos aspectos o dimensiones.

Si una persona en el cielo se reúne con otros parientes que llegan también a la patria eterna, ello implica un nuevo tipo de felicidad, aunque se trata de una felicidad que no cambia la esencia de su gozo de cielo. Si mis padres en el cielo reciben el sufragio de la misa que celebro por sus almas, gozan una felicidad especial y accidental.

El cielo plenitud de gozo

Santa Catalina de Siena escribe que en el cielo se siente la alegría del que está satisfecho y el gozo del que come con apetito. No hay privación ni hay hastío. El Cielo es, por lo menos, la saciedad. Es el encuentro con Aquel en quien hallan satisfacción todos nuestros anhelos.

Allí se cumple aquello que pedía Moisés: «Déjame ver, tu gloria» (Ex 33,18). "No tendrán hambre ni sed, ni les dará el bochorno ni el sol, pues el que tiene piedad de ellos los conducirá, y a manantiales de agua los guiará" (Is 49,10); Cristo gritaba en el templo: "Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba" (Jn 7,37).

El encuentro final con Dios es además el gran descanso (Sal 62,2); ideal que parece ser el motivo de la insistencia de la Ley y los profetas en la guarda del sábado. Además de la saciedad y el descanso, hay un anuncio de deleite, bajo la imagen del banquete: "El Reino de los Cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo..." (Mt 22,2; Ap 19,9).

Alegóricamente hay imágenes de la gloria, especialmente en la poesía amatoria del Cantar de los Cantares. Todo indica que el cielo, es saciedad, descanso y deleite, en grado altísimo y como fruto del amor gratuito de Dios que se comunica. “Sé de un hombre en Cristo, el cual hace catorce años —-si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe— fue arrebatado hasta el tercer cielo.

Y sé que este hombre fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede pronunciar” (2 Cor 12,2). Todo convoca nuestra esperanza hacia una pureza, belleza, dulzura, verdad y bondad inagotables: algo tan grande, tan firme, tan armonioso y profundo, tan alto y admirable, tan majestuoso y santo, abruma al alma que lo medita con amorosa atención y debida gratitud.

En ese cielo esperamos una luz de verdad superior a todo razonamiento; un abrazo de amor inefable; el cordial encuentro con amigos entrañables, colmados de un afecto indecible; la alegría de un bien que no se marchita; la paz sobre toda medida, en la contemplación del Rostro más Amable, más Amante y más Amado, sin amenaza alguna, sin temor alguno, sin duda alguna y sin prisa alguna.

Sólo se pueden añadir imágenes más o menos literarias o sugestivas sobre esa dicha honda, dilatada, interminable, inexpresable. En este nivel de aproximación y de experiencia, el cielo es un paraíso maravilloso.

Se escribe y se habla poco del cielo

Dice el libro de la Sabiduría: “Trabajosamente conjeturamos lo que hay sobre la tierra y con fatiga hallamos lo que está a nuestro alcance; ¿quién, entonces, ha rastreado lo que está en los cielos?” (Sab 9,16). Escribimos y hablamos poco del cielo, porque es difícil, porque no es experimentable, pero también porque nos parece que hablando del cielo huimos de la tierra. Pero, cómo pretendemos que la vida adquiera impulso y dirección si no tenemos claro hacia dónde queremos dirigirla.

El cielo es el término natural de la vida cristiana. Predicar el cielo no es predicar resignación a los pobres de la tierra, para dejar que los dueños de ella esclavicen a los desheredados. Ni enseñar una penitencia maniquea que pretenda salvar el alma para el cielo destruyendo el cuerpo en la tierra. No es enseñar la verdad etérea, inamovible, fija, intolerante, rancia, represora y desfasada. Ni es maltratar la inteligencia confundiendo la voluntad de las personas.

Callar sobre el cielo es dejar vía libre a los pretendidos intelectuales para que se proclamen modernos, terrenales y progresistas, siguiendo a Nietzsche en Prólogo de Zaratustra, 3: "¡permaneced fieles a la tierra!". Los teólogos "fieles a la tierra" dejan sin alimento y sin dirección a las fuerzas más intensas y generosas del corazón humano, con lo que no se consigue mayor compromiso social, mayor promoción del hombre, mayor solidaridad en una economía más justa; el resultado es egoísmo y narcisismo espirituales; veleidad esotérica pululante; multiplicación de métodos mentales y de meditación.

Una teología desequilibrada nunca será una teología profética, sino sólo... una teología desequilibrada. El cielo no es un escape ni una disculpa; no es una justificación ni del mal social ni de la ignorancia o pereza de nuestras mentes; no es el patrimonio de los más poderosos, ni de los más cobardes, ni de los más inteligentes. Jesucristo predicó con una referencia continua al cielo: «Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro que estás en el cielo...» (Mat 6,9).


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