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lunes, 4 de octubre de 2010

Hoy venimos a ti, Señor, nosotros, los despreciados.


L o s  d e s p r e c i a d os

Hoy venimos a ti, Señor, nosotros, los despreciados.

Somos una caravana no doliente, sino repugnante.

Ni siquiera ofrecemos compasión u odio, ternura o sufrimiento.

Somos, sencillamente, despreciados; damos asco.

El enfermo más lleno de lepra inspira compasión.

El criminal más feroz odio u horror.

El loco, el subnormal producen pena o ternura.

Nosotros no tenemos reservado un lugar en las obras de
misericordia.

Yo, Señor, soy un drogadicto;
prácticamente he presentado mi dimisión como hombre;
se ha apagado en mí toda esperanza de recuperar mi voluntad,
de volver a ser yo mismo.

Hay otros que han drogado no su cuerpo pero sí su conciencia,
su corazón.

Pero a esos nadie les desprecia. A lo más, se les teme.

Yo, Señor, soy un invertido.
No me gustan las mujeres.

Alguna vez me consuelo con un amigo.

Cometo menos pecados que mi hermano a quien sí le
gustan las mujeres y se apropia hasta de las de los
demás.

Pero a él nadie le hace ascos en casa ni fuera;
no inspira repugnancia;
a veces, todo lo contrario, hasta es admirado.

De mí huyen todos: los hombres y las mujeres.

Sólo me recibe alguno que, como yo, se siente también
repugnante para la sociedad normal.

Yo soy un borracho,
pero un borracho pobre.
Llevo muchos años alcoholizado,
en mi casa no me reciben,
se avergüenzan de mí y me veo obligado a tambalearme
por las calles como un perro.

Todos vuelven la cara cuando me ven.
A un mendigo aún se acerca alguien de vez en cuando
a dejarle, aunque de prisa, una moneda pequeña entre
sus manos que tú has dicho que son las tuyas.

A mí no se acerca nadie;
sólo a veces algún policía para llevarme, por obligación,
a la comisaría.

Hay otros, Señor, que se emborrachan también,
pero en fiestas de lujo y son poderosos y hasta hacen
gracia
y son perdonados y excusados por sus aduladores que
procuran esconder su vergüenza.
Hasta ellos no llegan los policías.
¿Será que mi borrachera es más repugnante porque yo
bebo sólo vino barato y ellos whisky y ginebra?

Yo, Señor, soy una prostituta.
Pero no una cualquiera.
Estoy ya vieja, ajada, gorda.
Ya no tengo quien me apadrine.
Soy de las que tengo que contentarme sólo con lo que
quieran darme.
No tengo un piso decente para recibir a la gente ni dinero
para anunciarme en los periódicos como «masajista».

Tengo que contentarme con esperar, a las afueras de la
ciudad, en la cuneta de las carreteras, bajo el sol y
la lluvia, que algún pobre se contente con mis últimos
restos de mujer pública.

Los que pasan en coche me miran con asco, vuelven la
cara para no encontrarse con mi mirada.

Me desprecian hasta las prostitutas de primera clase que
acompañan, perfumadas y envueltas en visones, a las
personas respetables.

Yo, Señor, soy un excomulgado de tu iglesia.
No puedo recibir los sacramentos.
Los criminales sí pueden y los avaros y los opresores.
Nadie piensa que quizá pueda estar en paz con mi conciencia.
¿No te excomulgó a ti la iglesia de tu tiempo?

Hay otros que defienden más herejías que yo,
que incluso presumen de su ateísmo,
que explotan a tu iglesia y viven a costa de ella sin creer
en ella.

Pero son admirados y respetados.
Ellos no llevan sobre la frente la vergüenza de una excomunión.

Quizá porque tienen amigos que les defienden,
porque han sabido ser más diplomáticos que yo,
porque saben profesar en público lo que traicionan en
privado o en el fondo de su conciencia.

Nosotros y tantos otros a quienes la sociedad ni siquiera
compadece;
nosotros, los despreciados,
los que provocamos no odio, ni lástima, ni miedo,
sino asco,
venimos hoy a ti, el Inocente, porque pensamos que, si
tú existes, sólo tú eres capaz de no despreciarnos y
hasta de perdonarnos.

No ocultamos ni excusamos el pecado que pudo dar
origen a nuestra vergüenza.

Pero quizá tú que no sólo perdonas sino que excusas,
serás capaz, para no humillarnos más, de repetir como
al endemoniado que nuestra vergüenza sirve para manifestar
en nosotros tu gloria salvándonos.

Tú viniste a salvar lo que estaba perdido.
Pero ¿quiénes más perdidos que nosotros que no inspiramos
ni siquiera compasión?

A veces un rayo de esperanza nos hace intuir que quizá
llegues incluso a amarnos, a encontrar en el fondo de
nuestra vergüenza algún rastro de tu rostro aún no
manchado.

Perdónanos, Señor, si a veces sentimos la tentación de
pensar que tú no existes.
No es fácil creer en ti, a quien no vemos, cuando todos
los rostros hermanos se vuelven asqueados para no
mirarnos.

Perdónanos también si, a veces, encontrando a alguien
que, por excepción, no nos desprecia y hasta nos
echa una mano fraterna, nos sentimos tentados a
confundirle contigo y le adoramos como a nuestro
Dios.

Perdona nuestra idolatría.
Pero ¿será verdadera idolatría?
¿Un hombre que llega a amar lo que todos desprecian,
no eres tú mismo presente y vivo entre nosotros?
Cristo, ten piedad, por lo menos tú, de nosotros los
despreciados.

cuan dulce melodia

Jeanne Guyón

Poema escrito bajo riguroso destierro.













El gozo es, quedar o marchar.

Si donde Tú estás no pudiera yo habitar,
Terrible destino en verdad contemplar:
Mas regiones remotas no puedo nombrar,
Segura de en todas a Dios hallar.

Clara de Asís




Santa Clara de Asís (en italiano Chiara d'Assisi), (Asís, Italia, 16 de julio de 1194 – ídem, 11 de agosto de 1253), religiosa y santa italiana. Seguidora fiel de San Francisco de Asís con el que fundó la segunda orden franciscana o de hermanas clarisas, Clara se preciaba de llamarse “humilde planta del bienaventurado Padre Francisco”. Después de abandonar su antigua vida de noble, se estableció finalmente en el monasterio de San Damiano hasta su muerte.


Al revés de Francisco, Clara vivió una larga vida para la época, mas se sentía entristecida por el recuerdo de la muerte del seráfico padre en 1226. Clara vivió sesenta años de los cuales cuarenta y uno los pasó en el monasterio.

Clara de Asís fue la primera mujer en escribir una regla y recibir aprobación del Papa. Hoy sus restos descansan en el protomonasterio de Asís.
Fue canonizada un año después de su fallecimiento, por el Papa Alejandro IV.
Su fiesta litúrgica es el 11 de agosto.


Clara nació en Asís en 1194, probablemente el 11 de julio. Hija mayor del matrimonio de Favorino de Scifi y Ortolana, la cual era descendiente de una ilustre familia de Sterpeto, los Eiumi. Ambas familias pertenecían a la más augusta aristocracia de Asís, Favorino tenía el título de Conde de Sasso – Rosso. Clara tenía además cuatro hermanos, un varón, Boson y tres mujeres, Renenda, Inés y Beatriz.

Ortolana era una mujer de mucha virtud y piedad cristiana, y era devota de hacer largas peregrinaciones a Bari, Santiago de Compostela y Tierra Santa. Dice la tradición que antes de nacer Clara, el Señor le reveló en oración que la alumbraría de una brillante luz que habría de iluminar al mundo entero, y fue por eso que la niña recibió en el bautismo el nombre de Clara, el cual encierra dos significados, resplandeciente y célebre.
La niña Clara creció en el palacio fortificado de la familia, cerca de la Puerta Vieja. Se dice que desde su más corta edad sobresalió en virtud, se mortificaba duramente usando a raíz de su delicado cuerpo ásperos cilicios de cerdas y rezaba todos los días tantas oraciones que tenía que valerse de piedrecillas para contarlas.


Con la edad se convirtió en la más gallarda y hermosa joven de Asís, y consecuentemente tuvo muchos pretendientes. Cuando cumplió los dieciséis años sus padres la prometieron en matrimonio a un joven de la nobleza a lo que ella se resistió respondiendo que se había consagrado a Dios y había resulto no conocer jamás a hombre alguno.

Por esa fecha había vuelto de Roma, con autoridad pontificia para predicar, el joven Francisco, cuya conversión tan hondamente había conmovido a la ciudad entera. Clara le oyó predicar en la iglesia de San Rufino y comprendió que el modo de vida observada por el Santo era el que a ella le señalaba el Señor.

Entre los seguidores de Francisco había dos, Rufino y Silvestre, que eran parientes cercanos de Clara, y estos le facilitaron el camino a sus deseos. Así un día acompañada de una de sus parientes, a quien la tradición atribuye el nombre de Bona Guelfuci, fue a ver a Francisco. Este había oído hablar de ella, por medio de Rufino y Silvestre, y desde que la vio tomó una decisión: «quitar del mundo malvado tan precioso botín para enriquecer con él a su divino Maestro».Desde entonces Francisco fue el guía espiritual de Clara.


La noche después de Domingo de Ramos de 1212, Clara, huyó de su casa y se encaminó a la Porciúncula, allí la aguardaban los Frailes Menores con antorchas encendidas. Habiendo entrado en la capilla se arrodillo ante la imagen de la Virgen y ratificó su renuncia al mundo «por amor hacia el santísimo y amadísimo Niño envuelto en pañales y recostado sobre el pesebre». Cambió sus relumbrantes vestiduras por un sayal tosco, semejante al de los frailes; trocó el cinturón adornado con joyas por un nudoso cordón, y cuando Francisco cortó su rubio cabello se cubrió con un velo negro que junto con sandalias de madera constituirían el atuendo de su orden primigenia.


Hizo los tres votos monásticos y prometió obedecer a San Francisco en todo. Luego fue trasladada al convento de las benedictinas de San Pablo.


Cuando sus familiares descubrieron su huida y paradero fueron a buscarla al convento. Tras la negativa rotunda de Clara a regresar a su casa, Francisco creyó prudente trasladarla al convento de San Ángel de Panzo, también benedictino.



 

Inicio de las clarisas

Seis o diez días después de la huida de Clara, otra de sus hermanas, Inés, huyó también al convento de San Ángel a compartir con su hermana el mismo régimen de vida. Más tarde fue a reunírseles su otra hermana Beatriz, y en pos de todas ellas Ortonala, después de la muerte de Favorino.
No vistiendo el hábito benedictino ni siguiendo la Regla de San Benito, Clara e Inés pronto tuvieron que mudarse del convento de San Ángel. Así Francisco habló con los camaldulenses del monte Subasio, que antes habían donado a la nueva Orden la Porciúncula, los cuales le ofrecieron cederles la iglesia de San Damián y el convento anexo, los que serían desde ese momento la casa de Clara durante 41 años hasta su muerte.


En aquel convento de San Damián, germinó y se desenvolvió la vida de oración, de trabajo, de pobreza y de alegría, virtudes del carisma franciscano. Por esa fecha el estilo de vida de Clara y sus hermanas llamó fuertemente la atención y el movimiento creció rápidamente. La condición requerida para admitir una postulante en San Damián era la misma que pedía Francisco en la Porciúncula: repartir entre los pobres todos los bienes.


El convento no podía recibir donación alguna, pero debía permanecer inquebrantable para siempre. Los medios de vida de las monjas eran el trabajo y la limosna. Mientras unas hermanas trabajaban dentro del claustro otras iban a mendingar de puerta en puerta, Clara, cuando las hermanas volvían de mendingar las abrazaba y le besaba los pies. Más tarde cuando la orden se redujo a rigurosa clausura, los monasterios para mendingar ocuparon limosneros.


San Francisco escribió poco después la regla de vida para las hermanas y, por medio del Santo, obtuvieron del Papa Inocencio III la confirmación de esta regla en 1215, pues ese año, por orden expresa de Francisco, aceptó Clara el título de abadesa de San Damián. Hasta entonces Francisco había sido jefe y director de las dos órdenes, pero después que el Papa les aprobó la regla, las monjas debían tener una superiora que las gobernase.

La vida diaria en San Damián

Clara, a pesar de ser Superiora, tenía la costumbre de servir la mesa y brindar agua a las religiosas para que lavasen sus manos, y cuidaba solícitamente de ellas. Cuentan que se levantaba todas las noches a verificar si alguna religiosa estaba destapada. Francisco muchas veces le envió enfermos a San Damián, y Clara los sanaba con sus cuidados.


Ni aún estando enferma, lo que era frecuente, omitía el trabajo manual. Así se dedicaba a bordar corporales, en la misma cama, que mandaba a las iglesias pobres de las montañas del valle.


Así como en el trabajo era ejemplo para las religiosas, lo era también en la vida de oración. Después de las completas, último oficio del día, permanecía largo rato, sola, en la iglesia ante el Crucifijo que habló a San Francisco en otro tiempo. Allí se daba a la quieta meditación de los dolores de Cristo y rezaba el “Oficio de la Cruz”, que había compuesto Francisco. Estas prácticas no le impedían levantarse por la mañana muy temprano, para levantar a las hermanas, encender las lámparas y tocar la campana para la misa primera.


Según la Leyenda una vez fue el papa a San Damiano, Santa Clara hizo preparar las mesas y poner el pan en ellas, para que el santo padre lo bendijera. El papa pidió a la santa que fuera ella quien los bendijera a lo que Clara se opuso rotundamente. El papa la instó por santa obediencia a que hiciera la señal de la cruz sobre los panes y los bendijera en el nombre de Dios. Santa Clara, como verdadera hija de obediencia, bendijo muy devotamente aquellos panes con la señal de la cruz, y al instante apareció en todos los panes la señal de la cruz, bellísimamente trazada.


Su cama, en los inicios, eran haces de sarmiento con un tronco de madera por almohada; después la cambió en un pedazo de cuero y un áspero cojín; por orden de Francisco se redujo a dormir después en un jergón de paja.


En los ayunos de Adviento, Cuaresma y de San Martín, Clara no se alimentaba sino tres días en la semana, y solo con pan y agua. Para reemplazar la mortificación corporal observó por largo tiempo la práctica de usar a raíz del cuerpo una camisa de cuero de cerdo con la parte velluda hacia dentro.
Estando una vez Clara gravemente enferma en la solemnidad de la natividad de Cristo, fue transportada milagrosamente a la iglesia de San Francisco y asistir a todo el oficio de los maitines y de la misa de medianoche, y además pudo recibir la sagrada comunión; después fue llevada de nuevo a su cama.


Santa Clara interviene para salvar a un niño, fresco de Giovanni di Paolo, 1455.

Clara, ante Francisco, se manifestaba débil y necesitaba consuelo y aliento pero en medio de sus hermanas era la madre revestida de fortaleza para defenderlas y protegerlas.


Federico II mantenía una guerra contra el Papa y lanzó a los Estados Pontificios arqueros mahometanos, sobre los que no tenían ningún poder las excomuniones del Papa. En 1230, desde la cima de la fortaleza de Nocera, a corta distancia de Asís, los sarracenos cayeron sobre el valle de Espoleto y fueron a embestir el convento de San Damián. La entrada de los musulmanes en el monasterio significaba para las monjas no solo la muerte, sino probablemente la violación. Todas asustadas se acogieron en torno a Clara, quien se encontraba postrada en la cama debido a una gravísima enfermedad. Ella se hizo trasladar a la puerta del Convento, mandó a que le trajeran el cáliz de plata en el que se reservaba el Santísimo Sacramento y cayó de rodillas delante de Él, pidiendo el amparo del cielo para sí y sus hijas, cuenta la leyenda que del cáliz salió una voz como de un niño que le dijo “Yo os guardaré siempre”, tras lo cual se alzó de la oración. En ese mismo instante los sarracenos levantaron el sitio del monasterio y se fueron a otra parte.


Cuatro años más tarde, en junio de 1234, un milagro parecido impidió que las tropas de Federico capitaneadas, por Vital de Aversa, se apoderasen, no ya solo de San Damián, sino de toda la ciudad de Asís. Este acontecimiento es celebrado siempre por los asisienses como fiesta nacional.
El clímax de su fortaleza se demostró pletóricamente en la lucha que sostuvo por años con el Papa Gregorio IX a trueque de sostener la integridad del voto de pobreza.


El pontífice quería convencerla que aceptara algunos bienes para el convento, como lo hacían las demás órdenes religiosas. A tal punto llegó la disputa que el Papa llegó a decirle que si ella se creía ligada por su voto, él tenía el poder y la obligación de desatárselo, a lo que ella replicó: “Santísimo padre, desatadme de mis pecados, mas no de la obligación de seguir a Nuestro Señor Jesucristo”. Solo dos días antes de morir vino a obtener Clara, de Inocencio IV y a perpetuidad, el derecho de ser y permanecer siempre pobre.

 

Muerte de la santa


El verano del 1253 vino a Asís el Papa Inocencio IV para ver a Clara, la cual se encontraba postrada en su lecho. Ella le pidió la bendición apostólica y la absolución de sus pecados, el Sumo Pontífice contestó: «Quiera el cielo hija mía, que tenga yo tanta necesidad como tú de la indulgencia de Dios». Cuando Inocencio se retiró dijo Clara a sus hermanas: «Hijas mías, ahora más que nunca debemos darle gracias a Dios, porque, sobre recibirle a Él mismo en la sagrada hostia, he sido hallada digna de recibir la visita de su Vicario en la tierra».



                      Cuerpo incorrupto.

Desde aquel día las monjas no se separaron de su lecho, incluso Inés, su hermana, viajó desde Florencia para estar a su lado. En dos semanas la santa no pudo tomar alimento, pero las fuerzas no le faltaban.
Cuenta la leyenda que estando en el más hondo dolor, dirige su mirada hacia la puerta de la habitación, y he aquí que ve entrar una procesión de vírgenes vestidas de blanco, llevando todas en sus cabezas coronas de oro. Marcha entre ellas una que deslumbra más que las otras, de cuya corona, que en su remate presenta una especie de incensario con orificios, irradia tanto esplendor que convierte la noche en día luminoso dentro de la casa, era la Bienaventurada Virgen María. Se adelanta hasta el lecho donde yace la esposa de su Hijo e, inclinándose amorosísimamente sobre ella, le da un dulcísimo abrazo. Las vírgenes llevan un palio de maravillosa belleza y, extendiéndolo entre todas a porfía, dejan el cuerpo de Clara cubierto y el tálamo adornado.


Murió el 11 de agosto, rodeada de sus hermanas y de los frailes León, Ángel y Junípero. De ella han dicho: «Clara de nombre, clara en la vida y clarísima en la muerte».


La noticia de la muerte de la virgen conmovió de inmediato, con impresionante resonancia, a toda la ciudad. Acudieron en tropel los hombres y las mujeres al lugar. Todos la proclamaban santa y no pocos, en medio de las frases laudatorias, rompían a llorar. Acudió el podestá con un cortejo de caballeros y una tropa de hombres armados, y aquella tarde y toda la noche hicieron guardia vigilante, no sea que perdiesen algo de aquel precioso tesoro que está al alcance de todos. Al día siguiente se puso en movimiento toda la Curia: el Vicario de Cristo, con los cardenales, llegaron al lugar, y toda la población se encaminó hacia San Damián. Era justo el momento en que iban a comenzar los oficios divinos y los frailes iniciaban el de difuntos; cuando, de pronto, el papa dice que debe rezarse el oficio de las vírgenes, y no el de difuntos, como si quisiera canonizarla antes aún de que su cuerpo fuera entregado a la sepultura. Observándole el obispo Ostiense que en esta materia se ha de proceder con prudente demora, y se celebró por fin la misa de difuntos.
A continuación, sentándose el Sumo Pontífice, y con él la comitiva de cardenales y prelados, el obispo Ostiense, tomando como tema el de vanidad de vanidades, elogió en notable sermón a esta gloriosa despreciadora de la vanidad.


A continuación, los cardenales presbíteros, con devota deferencia, rodearon el santo cadáver y, en torno al cuerpo de la virgen, terminan los oficios de ritual. Al final, considerando que ni es seguro ni conveniente que tan inestimable tesoro quede a trasmano de los ciudadanos, en medio de himnos y cánticos, entre sones de trompeta y júbilo extraordinario, la levantan y la conducen con todo honor a San Jorge.


Este es el mismo lugar donde el cuerpo del santo padre Francisco había sido enterrado primeramente, como si quien le había trazado mientras vivía el camino de la vida, le hubiese preparado como por presagio el lugar de descanso para cuando muriera.


Muy pronto comenzó a acudir al túmulo de la virgen gran concurrencia de pueblo que alababa a Dios y clamaba: «Verdaderamente santa, verdaderamente gloriosa, reina con los ángeles la que tanto honor recibe de los hombres en la tierra. Intercede por nosotros ante Cristo, tú, primiceria de las Damas Pobres, que a tantos guiaste a la penitencia, a tantos a la vida».


Al cabo de pocos días, su hermana, Inés siguió a Clara a la muerte





CON LA CUSTODIA HACE RETROCEDER Y TIENE VICTORIA SOBRE LOS BARBAROS QUE INVADIAN EUROPA
.


Representación con un lirio. Pintura de Giotto (Florencia, Santa Croce), s. XIV.


Tradicionalmente a Santa Clara se le representa con el hábito propio de las clarisas. Este consiste en un sayal marrón y un velo negro, sujeto con el tradicional cordón de tres nudos de cuyo cinturón sale un rosario.
Los atributos tradicionales de la Santa son la custodia y el báculo. La primera derivada del enfrentamiento a las tropas sarracenas en 1230, la primera vez que se le representó con este atributo fue en un fresco en San Damiano, actualmente bastante deteriorado, en el cual se ve a Santa Clara con el Santísimo Sacramento enfrentándose resulta a los sarracenos los cuales huyen despavoridos. El báculo proviene del hecho de haber sido Santa Clara abadesa mitrada.


Otro atributo característico lo constituye el lirio, flor que representa la pureza y la virginidad. En el cuerpo incorrupto de la santa expuesto en la Basílica homónima de Asís, Clara sostiene entre sus manos un lirio de metal precioso. Por su parte en el escudo de las clarisas el lirio se entrecruza con el báculo en forma de X.
El 17 de febrero de 1958, el papa Pío XII declaró a Santa Clara patrona de la televisión y de las telecomunicaciones, producto del milagro por el cual la Santa pudo observar la misa de Navidad celebrada en la Porciúncula desde su lecho en San Damián. También es patrona de los clarividentes, de los orfebres, de la ropa sucia y del buen tiempo, motivo por el cual desde la Edad Media existe la tradición de que las novias ofrezcan huevos a Santa Clara para que no llueva el día de su boda.


Aparte de la Basílica de Asís, tiene santuarios importantes en Nápoles y Bari, en Italia, en la ciudad californiana nombrada en su honor y en la provincia de Villa Clara en Cuba, de cuya diócesis en patrona.
Bajo su patronazgo se encuentran seis ciudades argentinas, una mexicana, una salvadoreña y una española, más las dos ya mencionadas

«Anda, haz tú lo mismo»

lunes 04 Octubre 2010

Lunes de la XXVII Semana del Tiempo Ordinario


Hoy la Iglesia celebra : San Francisco de Asís

Evangelio según San Lucas 10,25-37.

Y entonces, un doctor de la Ley se levantó y le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?". Jesús le preguntó a su vez: "¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?". El le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo". "Has respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida". Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: "¿Y quién es mi prójimo?". Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: "Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino. Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: 'Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver'. ¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?". "El que tuvo compasión de él", le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: "Ve, y procede tú de la misma manera".


Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.

Leer el comentario del Evangelio por :

Orígenes (hacia 185-253), presbítero y teólogo
Comentario al Cantar de los Cantares, prólogo 2, 26-31

«Anda, haz tú lo mismo»
 
 


     Está escrito: «Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios» (1Jn 4-7) y poco después «Dios es amor» (v.8). Aquí se nos enseña que al mismo tiempo que Dios mismo es amor, el que es de Dios es amor. Ahora bien ¿quién es de Dios sino el que dice: «Salí del Padre y he venido al mundo»? (Jn 16,28). Si Dios Padre es amor, el Hijo es también amor...; el Padre y el Hijo son uno y no difieren en nada. Por eso es con todo derecho que Cristo, por la misma razón que es Sabiduría, Poder, Justicia, Verbo, y Verdad es llamado también Amor...

     Y porque Dios es amor y el que es Hijo de Dios es amor, esta verdad exige que en nosotros haya algo que nos haga semejantes a él, de manera que, por este amor, esta caridad que está en Cristo Jesús..., estemos unidos a él por una especie de parentesco gracias, a ese nombre. Como dice san Pablo, que estaba unido a él: «¿Quién nos separará del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro?» (Rm 8,39).

     Ahora bien, este amor de caridad nos hace valorar el hecho que todo hombre es nuestro prójimo. Es por esta razón que el Salvador corrigió a un hombre que creía que el justo no tiene que observar, para con todos, las leyes que tratan de la condición de prójimo ... Y compuso la parábola que dice: «Un hombre cayó en manos de bandidos cuando bajaba de Jerusalén a Jericó». Censura al sacerdote y al levita que, viéndole medio muerto, pasaron de largo, pero ensalza al Samaritano que practicó la misericordia con el herido. Y a través de la respuesta que dio el mismo que hizo la pregunta, confirma que el samaritano fue el prójimo del herido, y le dice: «Ves y haz tú lo mismo». En efecto, por naturaleza todos somos prójimos los unos de los otros, pero por las obras de caridad, el que puede hacer el bien se hace el prójimo del que no puede. Por eso nuestro Salvador se hace nuestro prójimo y no pasa de largo delante de nosotros cuando yacemos «medio muertos» como consecuencia de las «heridas infligidas por los bandidos».