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domingo, 26 de septiembre de 2010

"El espíritu de la oración continua"

"El espíritu de la oración continua" 

Cantares 5,2  Yo duermo, pero mi corazón vela por la voz de mi amado que toca a la puerta: Ábreme, hermana mía, compañera mía, paloma mía, perfecta mía; porque mi cabeza está llena de rocío, mis cabellos de las gotas de la noche.

"El espíritu de la oración continua"     

Uno de los elementos básicos de nuestra vida es el de la oración. Pero de la oración quisiera poner de relieve su "espíritu", en la necesidad y en la importancia de la oración continua. Si repasamos la Vida Espiritual, vemos con cierta sorpresa que se nos propone una oración profunda y bien elaborada como la oración que las personas de Dios y los contemplativos desean hacer.  No se quiere una oración "cualquiera", sino "espíritu de oración". Al orientar a sus discípulos a una forma de apostolado muy exigente, se quiere pertrecharles en primer lugar con la vida interior. Para asegurar el éxito de su empresa, los prepara atentamente y les pide que aprendan bien la "oración continua" y el ejercicio de la presencia de Dios. Algunas expresiones significativas:

- "El recogimiento es absolutamente necesario para poder sacar fruto de lo que se hace; de lo contrario nos quedan sólo esa especie de oasis que son las prácticas espirituales, fuera de las cuales todo es aridez"

- "Jesús nos dice en el Evangelio que debemos orar siempre, lo que quiere decir estar revestidos de espíritu de oración, del mismo modo que el hábito reviste al cuerpo"

- "¡Felices vosotros si tratáis de avanzar cada vez más en la vida interior, con espíritu de recogimiento y de oración! Un religioso, un sacerdote, un laico comprometido, que no tiene este espíritu, nunca será un buen cristiano.. Podrá creerse que lo es, pero no lo es"

- Juan Pablo II, quien en la carta apostólica Novo millennio ineunte , invita a todos los cristianos no sólo a orar, sino a conseguir el arte de la oración. Y a la Iglesia que da los primeros pasos en su tercer milenio de vida, el Santo Padre le pide que transforme las comunidades en "auténticas escuelas de oración, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y vivencia de afecto hasta el arrebato del corazón. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios" .

Convencidos de la necesidad de que debemos adueñarnos cada día más de  las palabras del Papa, que exhortan a la cristiandad a recuperar la oración para poder recorrer nuevos caminos de compromiso cristiano, nos adentramos en un tema para nosotros familiar, pero al mismo tiempo no libre de dificultades y retos. “es necesario tener mucho espíritu de oración  No basta con correr de aquí para allá para hacer muchas obras; es necesario estar unidos al Señor, y es entonces cuando se hace todo".

La oración continúa

La oración es el primer deber del cristiano evangelizador,  lo afirmamos remitiéndonos a un conocido paso de la Evangelii nuntiandi de Pablo VI, que citamos entero:

"Consideremos ahora la persona misma de los evangelizadores. Hoy se suele repetir frecuentemente que nuestro siglo tiene sed de autenticidad. Sobre todo en relación con los jóvenes, se afirma que les horroriza lo ficticio y lo falso, que buscan en todo la verdad y la transparencia. Estos signos de los tiempos deberían mantenernos atentos. Tácitamente o a gritos, pero siempre con fuerza, nos preguntamos: ¿Creéis de verdad en lo que anunciáis? ¿Vivís lo que creéis? ¿Predicáis realmente lo que vivís? El testimonio de la vida es hoy más que nunca la condición esencial para la eficacia profunda de la predicación. De ahí que seamos responsables, de alguna manera, del éxito del evangelio que proclamamos. [...] El mundo, que a pesar de innumerables signos de rechazo de Dios, paradójicamente lo busca a través de caminos inesperados y siente dolorosamente su necesidad, pide evangelizadores que le hablen de Dios, al que ellos conozcan y que les resulte familiar, como si vieran al Invisible" (EN 76).

Efectivamente, la oración es el medio privilegiado por medio del cual nos ponemos en contacto con Dios hasta el punto de ser para él tan "familiar" que pueda repetir con San Juan: "Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que han tocado nuestras manos acerca de la palabra de vida..., eso que hemos visto y oído, os lo anunciamos también a vosotros" (1Jn 1,1-3).

Procuramos adquirir el espíritu de oración continua (cf. Lc 18,1), para que toda actividad nuestra esté inspirada por Dios, tenga en él su principio, se realice en su presencia y sólo por él. La búsqueda de Dios en la oración y la ayuda a los hermanos en el apostolado se sostienen mutuamente y nos hacen crecer en santidad"

¿Por qué precisamente la oración "continua"? ¿No es muy exigente por el tipo de vida que llevamos? Por otra parte, nosotros no somos monjes ni contemplativos...  La respuesta esta en la parábola de la viuda importuna y del juez deshonesto que se encuentran en el evangelio de Lucas. Los exegetas explican que la parábola está situada dentro de la llamada "pequeña apocalipsis" y responde a esta pregunta de la primera comunidad cristiana: "¿Cuándo vendrá el Señor?". Porque el discípulo sin Él se siente como la viuda que no tiene esposo, a la que le falta no sólo el apoyo sino también lo que puede dar sentido a su vida. La oración continua y la súplica insistente se convierten entonces en expresión y crecimiento de la fe y evitan que caigamos en la tentación de vivir pensando que nuestra existencia es posible sin Él y que podemos programar nuestra vida sin necesidad de su presencia. Es necesario orar siempre, nos dice el texto evangélico, porque el Reino de Dios viene sólo en proporción con lo que nosotros pedimos. El Reino de Dios, entrando así en nuestra historia "profana", hecha de cosas normales y cotidianas, sabe cambiarla en historia sagrada y en tiempo de salvación, porque el Resucitado está con nosotros. Orar es, por consiguiente, abrir el espacio y el tiempo de nuestra historia para que el Señor venga y establezca allí su Reino.

Ese mismo texto evangélico nos pide también que perseveremos en la oración sin desanimarnos nunca. A veces la oración nos parece tiempo perdido para nuestra "eficacia", entre otras cosas porque no conseguimos en seguida lo que queremos, y en cambio experimentamos nuestra pobreza y nuestra incapacidad ante unos acontecimientos que nos desbordan. Pero es justamente al tocar con las manos nuestra pobreza cuando la oración consigue su finalidad, que consiste en hacer que lo esperemos todo de Dios. Vaciar nuestro "yo" exige perseverancia y constancia, porque inadvertidamente tendemos siempre a llenarnos de nosotros mismos y de nuestras cosas y no permitimos que Él entre y habite en nuestra existencia.

La oración y la vida se integran y se sostienen mutuamente. Una no puede prescindir de la otra. Si no fuera así, estarían tan mermadas que podrían considerarse inútiles. La oración sin vida sería una inútil exhibición de palabras, y la vida sin oración se transformaría en una agitación vacía. Oración y actividad apostólica, plenamente integradas, forman un auténtico proyecto de salvación para nosotros y para los demás, La oración permite entonces anunciar la centralidad de Dios en un mundo donde cada uno hace lo imposible para ponerse a sí mismo en el centro y demostrar que se puede "prescindir" de Él.

Cuatro modos de hacer oración continua

Paso a explicar brevemente cuatro modos o itinerarios que pueden ayudar a hacer oración continua en nuestra vida. Son los que están más relacionados con los maestros clásicos de espiritualidad.

a) Administrar el tiempo

La vida moderna, de la que formamos parte, y las innumerables actividades, de las que está tejida nuestra realidad cotidiana, hacen que este aspecto sea crucial en nuestra vida. Nos parece que nunca tenemos tiempo suficiente y cuando pensamos que lo tenemos nos damos cuenta en seguida que se nos escapa como agua entre las manos, sin casi advertirlo. Sin embargo, si lo pensamos bien, no es el tiempo el que huye de nosotros, sino que más bien somos nosotros los que no sabemos administrarlo como debiéramos. Y es que con frecuencia nos debatimos entre pasado y futuro, bien refugiándonos en el primero con nostalgia, bien proyectándonos hacia el segundo, al que todavía no tenemos a nuestra disposición. En cambio, el único tiempo realmente importante y que podemos usar es el presente, y justamente en él Dios realiza su historia de salvación. "Tú sabes, Dios mío —repetía a menudo santa Teresa del Niño Jesús— que para amarte en la tierra sólo tengo el momento presente"

 ¿Cómo conseguir que nuestro presente se convierta en tiempo de Dios, en tiempo de salvación, en oración? Tres consejos sencillos e importantes:

- Concentrarnos en nuestra cotidianidad, vivir el momento presente, manteniéndonos en todas las cosas presentes a Dios, recordando estas palabras de San Pablo: "Todo lo que hagáis, hacedlo en el nombre del Señor" (Tes 3,17). El beato Juan XXIII lo adoptó como regla de oro para su vida: "Yo tengo que hacer cada una de las cosas, recitar cada oración, seguir tal, como si no tuviera otra cosa que hacer, como si el Señor me hubiera puesto en el mundo sólo para hacer esa oración" (El diario del alma, 1967, p. 102).

- Buscar y cumplir la voluntad de Dios en todo momento y en toda circunstancia. Este es el camino real hacia la santidad. No importa cuánto o qué hacemos, sino cómo lo hacemos. Y el cómo es lo que Dios nos pide y quiere que nos acompañe en este momento.

- Sembrar nuestras jornadas de instantes de silencio que permitan percibir y sentir la presencia tanto de Otro como de los otros. Significa pararse periódicamente para tomar en nuestras manos el timón de nuestra jornada y dirigir todas las actividades hacia el punto del equilibrio total que es Dios. Significa asimismo establecer coloquios íntimos y significativos con Dios, pararse un momento con Él, ya que tan acostumbrados estamos a hablar de Él.

b) Vivir la Palabra

La Palabra de Dios está muy presente en nuestra vida, especialmente en los distintos ministerios. Es uno de los instrumentos principales de nuestro "trabajo". Con ella instruimos, consolamos, indicamos a los demás el camino que deben recorrer, aclaramos los momentos obscuros... Es sin duda la columna vertebral de nuestra predicación y el objeto de nuestras reflexiones en las ocasiones más importantes de la catequesis y de la formación del pueblo de Dios.

Pero no podemos eludir aquí algunas preguntas: ¿Qué uso hacemos nosotros mismos de la Palabra? ¿Sabemos "conservarla" en nosotros mismos como María y la vivimos de tal modo que estructure nuestra existencia y nuestro ministerio? Comprendemos en seguida que no se trata de estudio o de meditación de la Palabra, sino de permitir que entre dentro de nosotros y plasme nuestra vida. Sólo así seremos capaces de acoger la vida misma de Jesús en nosotros y vivir constantemente en comunión con él, realizando estas palabras del evangelista Juan: "Si alguien me ama, observará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y habitaremos en él" (Jn 14,23). Justamente es esto lo que pretende la Lectio divina, que se está haciendo familiar a las comunidades cristianas y las ayuda a pasar de la reflexión sobre la Palabra a la Palabra vivida. Mantenerse en la "Palabra" significa dar cuerpo a la oración continua en nuestras jornadas, siempre tan cargadas de actividad; significa también mantener vivo un diálogo en el que Dios se convierte en mi "Tú", en mi interlocutor; consiste, mejor aún, en transformar la Palabra leída en Palabra vivida.

Los frutos que estos ejercicios de oración continua producen en quien los practica son numerosos e inesperados: mantiene constante y viva la mirada de la fe sobre todas las cosas; da alegría, serenidad y luz; nos hace libres y favorece la valentía del anuncio; provoca un cambio de mentalidad y nos reevangeliza en nuestro modo de pensar, de querer y de amar; crea comunión y fortalece los vínculos comunitarios.

c) La Eucaristía en la vida

Me complace comenzar con una imagen para describir el lugar que la Eucaristía debe ocupar en nuestra vida, o mejor, nuestro modo de situarnos ante la Eucaristía.  La capilla se encuentra en el centro de la casa, mientras que las habitaciones están situadas alrededor. Así,  debemos ser nosotros con la Eucaristía: debe estar en el centro y nosotros alrededor.
No releguemos la Eucaristía a los momentos de celebración o litúrgicos, sino que debemos conseguir recordarla a largo de las 24 horas del día. Para ello señalo algunas pautas concretas y pedagógicamente interesantes:

- Presencia adorante, silenciosa y prolongada ante la Eucaristía. Necesitamos "pararnos" ante Jesús eucarístico. Estos momentos de adoración quizá sean sólo "paradas", pero de ellas brotará tanta luz que podrá iluminar nuestras jornadas. No se alargaba él en motivar esta convicción. Parecía decirnos: probad y veréis.

- Toda nuestra vida debe convertirse en Eucaristía. Convencidos de que  somos hombres enamorados de Jesús sacramentado". Toda nuestra vida es como una celebración continua de la Eucaristía. El peso y la fatiga del trabajo y la entrega cotidiana en el ministerio se convierten en prolongación del "sacrificio" eucarístico y en preparación para la celebración siguiente. La Eucaristía como sacramento del amor hace arder constantemente el corazón. La presencia de Jesús en sel corazón debe durar siempre, pues no puede dárselo a los demás sin tenerlo él mismo.

d) Purificar el corazón en Dios

La historia de la espiritualidad revela que todas las épocas han sabido imaginar medios y destrezas para ayudar al cristiano a mantener viva en él la presencia de Dios. Por ejemplo, el examen de conciencia de San Ignacio de Loyola, el recuerdo de Dios de San Bernardo, el abandono de Santa Teresa del Niño Jesús, el "desierto" para Charles de Foucauld. Mantener el corazón de la persona en contacto con lo divino ha sido siempre el deseo de todos los santos y directores de espíritu, pues sigue siendo la forma imprescindible de todo itinerario serio hacia la santidad y la realización de la vocación cristiana. Una vida cristiana que no fomente el interés por una oración significativa está destinada a la esterilidad y la muerte.


La cultura de hoy derrama sobre nuestras personas miríadas de imágenes, voces y sonidos que, como río crecido, nos arrastran tras de sí con su remolino de deseos, emociones e impresiones. ¿Cómo conseguir estar constantemente presentes a nosotros mismos, a Dios y a los hermanos? Un camino sencillo y eficaz —sugerido a menudo — es el que hoy llaman los escritores "la purificación del corazón".

La "purificación del corazón" es el ejercicio de la presencia de Dios en medio de nuestras acciones cotidianas, en los compromisos frecuentemente absorbentes que caracterizan nuestras jornadas, cuando tenemos que hacer frente a problemas que nos angustian y con frecuencia nos hacen sufrir. Esta oración se llama a sí porque nos ayuda a purificar la intención de nuestras acciones y dirigirlas a Dios, con lo que evitamos que se pierda su eficacia. Ayuda también a revisar las dificultades y hace que crezca en nosotros la mirada de la fe. Nos hace ser realistas en nuestros proyectos y en nuestras realizaciones, porque reduce nuestro deseo de protagonismo, nos vacía de nuestro "yo" y nos llena de la presencia de Dios.

¿En qué consiste entonces esta oración y cómo podemos hacerla? Consiste especialmente en elevar la mente a Dios, en cualquier momento y situación, utilizando una breve oración vocal, un pensamiento, un versículo de la Biblia. Es el recuerdo purificador del nombre de Jesús. Es una conexión inmediata, rápida y fácil con lo divino, que ninguna situación, trabajo o problema puede impedir. El peregrino ruso llenaba su caminar de repeticiones del nombre de Jesús, al compás de la respiración de sus pulmones, y nuestro Fundador la comparaba con una breve llamada telefónica al cielo; la gente del pueblo la llama jaculatoria y los autores espirituales la describen como una conexión con Dios cuando nos encontramos en actividad plena... Son modos diversos que tienden a purificar nuestro corazón para que se cumplan en nosotros estas palabras paulinas: "Todo lo que hagáis o digáis, hacedlo en nombre de Jesús, el Señor, dando gracias a Dios Padre por medio de él" (Col 3,17).

Lo que acabamos de decir sobre el espíritu de la oración continua debería evitar en nosotros el pensamiento de que ese es el ideal para algunas personas singulares o un ejercicio reservado a algunos períodos especiales de nuestra vida, Debemos sentir como dirigida a nosotros de manera especial la exhortación del Papa en la Novo millennio ineunte a que todas las comunidades se conviertan en "auténticas escuelas de oración" (cfr. n. 33).



  


    

“UN DIA AL CIELO IRE…” (SEGUNDA PARTE)


“UN DIA AL CIELO IRE…” (SEGUNDA PARTE)
Después de un mes de agonía, la enfermera del turno noche vino muy preocupada a despertarme…” Su papa se esta quejando….”  - Me dijo -.
Me levante rápidamente y acercándome a su cama descubrí que no era una queja. Mi papa Estaba entonando un viejo canto, recuerdo de su infancia…;”un día al cielo iré y la contemplare... Un día la veré, cual Celica armonía, las glorias de Maria, mil veces cantare…”
Pasaron solo unos minutos y papa partió al cielo…

( SIGUE EL ARTICULO) El objeto de la visión beatífica

Es Dios en su unidad de esencia y trinidad de personas. Así lo dice el Concilio de Florencia. San Juan asegura que le veremos como es, uno y trino. Es posible ver la esencia divina sin ver el misterio trinitario cuando esta esencia no se ve como es sino como se refleja en las criaturas. En este caso, el medio en el que refleja hace que veamos sólo lo que Él contiene de la divinidad. Las criaturas son efecto de Dios creador, de Dios uno, pues la creación es acto divino de las tres Personas.

Y la esencia divina en cuanto una es lo que vemos. Pero, cuando se vea la esencia divina, en ella se verá con trinidad de personas, ya que las relaciones, que son el origen de las personas, se identifican con la realidad de la divina naturaleza. Ver la naturaleza en sí es ver las Relaciones, y ver las Relaciones es ver las Personas. Además, el conocimiento de la gloria pertenece al orden sobrenatural, que se constituye fundamentalmente por los dos misterios de la Trinidad y el de la Encarnación.

Conocer estas dos verdades implica conocer los atributos, los misterios pertenecientes a las personas, entre los que destacan los misterios del Verbo y la redención. Este es el objeto primario o esencial de la visión. Se pueden ver muchas cosas más. Santo Tomás dice que, por mucho que los bienaventurados vean en Dios, nunca verán tanto cuanto Dios puede dar. Siempre será más lo que Dios contiene y puede que lo que el hombre alcanza, por muy fortalecido que tenga el entendimiento con la luz de la gloria.

Revestidos de nuestra habitación celeste

La visión y posesión de Dios es algo que no podemos conocer ni imaginar, pues tiene su causa en la luz de la gloria que supone la posesión irreversible de Dios sobre el alma, y por tanto, una condición en la que ningún acto voluntario es idéntico a lo que vivimos en esta tierra. Pero la bienaventuranza tiene también un aspecto accidental que nos ayuda a asomarnos a las grandezas del bien eterno.

Tales bienes accidentales tienen su fuente en Dios y acontecen en el alma humana según su gobierno, aunque seguramente suceden con el concurso de otras criaturas, pues, aunque el bien esencial del cielo sucede sin mediación alguna, nada impide que los bienes accidentales sucedan con el concurso de causas segundas, como los Ángeles u otros Bienaventurados.

Cuando la vida en la tierra es semejante a la del cielo

Hay satisfacción deliciosa de todo legítimo deseo en la armonía de un bien gratuito, firme y asombroso. Se percibe la santidad divina en la raza humana redimida del pecado y de la muerte. Se contemplan los designios de Dios en la creación. Se obedece para amar sólo por orden de Dios. Se goza del Matrimonio espiritual, que San Juan de la Cruz canta en la Llama de amor viva.

Se goza sirviendo eficazmente el plan de Dios en favor de la humanidad. Se participación en la sabiduría y la misericordia con que Dios gobierna la creación. Se hace la donación del propio ser en una circulación de amor por la que se recibe de modo siempre nuevo la existencia. Se experimenta la fidelidad divina en su misma fuente. Se reina con Dios. Se es transfigurado con el Señor. Se posee una visión del paraíso. Se cumple la estrofa de San Juan de la Cruz:

“Quédeme y olvídeme
El rostro recliné sobre el Amado;
Cesó todo y déjeme
Dejando mi cuidado
Entre las azucenas olvidado”

Se vive el Martirio de amor, y el amor a los enemigos.

Santa Teresa

Igual que en el infierno, Teresa ha estado en el cielo. Oyó lo que ningún oído humano ha podido oír y vio lo que los ojos no han podido ver. Nos refiere con sencillez que a los primeros que vio fueron sus padres, y cosas tan maravillosas que quedó fuera de sí. Y en otro lugar dice que su inmenso deseo es: "No perder un tantito de gozar más, y no perder bienes que son eternos, por mucho que cuesten”.

Y que todos gocen lo que ella. Ha conocido a tiempo la patria verdadera. No nos extrañemos que los que de verdad le hacían compañía eran los habitantes de aquella patria. Eran, son, los verdaderos vivientes. ¡Qué gloria, y qué garantía para nosotros sus lectores, que podemos participar de su alegría!

Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana. El cielo es figura de la vida en Dios. Jesús habla de recompensa en los cielos (Mt 5, 12) y exhorta a amontonar tesoros en el cielo (Mt 6, 20; 19, 21).

El misterio de Cristo

El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo en relación con el misterio de Cristo. La carta a los Hebreos afirma que Jesús «penetró los cielos» (Hb 4, 14) y «no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo» (Hb 9, 24). Luego los creyentes, en cuanto amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo.

Dice el apóstol Pablo en un texto de gran intensidad: «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo —por gracia habéis sido salvados— y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2, 4-7). Las criaturas experimentan la paternidad de Dios, rico en misericordia, a través del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, el cual, como Señor, está sentado en los cielos a la derecha del Padre.

Inserción en el misterio pascual

La participación en la completa intimidad con el Padre, después del recorrido de nuestra vida terrena, pasa por la inserción en el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los cielos al final de los tiempos: «Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras» (1Ts 4, 17).

En el marco de la Revelación sabemos que el «cielo» o la «bienaventuranza» en la que nos encontraremos no son una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo.

Es preciso mantener siempre, alerta el Papa Juan Pablo II, cierta sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos situará la comunión definitiva con Dios. Con todo, esta situación final se puede anticipar de alguna manera hoy, tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna.

Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente. Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir bien las realidades penúltimas.

Somos conscientes de que mientras caminamos en este mundo estamos llamados a buscar «las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1), para estar con él en el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu él reconcilie totalmente con el Padre «lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 20). (Juan Pablo II).

La bienaventuranza esencial

Lo esencial del cielo, nos enseña Santo Tomás de Aquino, es la visión y posesión de Dios. Visión que sucede no con la lumbre de nuestra razón natural ni con la luz de la fe sino con una iluminación singular a la que ya sabemos que los teólogos llaman lumen gloriae, la "luz de la gloria": una comunicación que Dios hace de su propia verdad, con la que impregna totalmente el entendimiento de los bienaventurados y los hace capaces de ver al mismo Dios en su esencia.

Esta visión es al mismo tiempo posesión del tesoro inefable e indescriptible de los bienes propios e inagotables del ser divino. Y ésta es la bienaventuranza esencial.

La bienaventuranza accidental

Un accidente es algo que para existir necesita apoyarse en otro ser, es decir, en una "sustancia". No existe el color sino cosas con color; el accidente "color" subsiste "en otro", en una flor o en un libro. Lo accidental puede estar o no estar. La bienaventuranza accidental puede tener muchos aspectos o dimensiones.

Si una persona en el cielo se reúne con otros parientes que llegan también a la patria eterna, ello implica un nuevo tipo de felicidad, aunque se trata de una felicidad que no cambia la esencia de su gozo de cielo. Si mis padres en el cielo reciben el sufragio de la misa que celebro por sus almas, gozan una felicidad especial y accidental.

El cielo plenitud de gozo

Santa Catalina de Siena escribe que en el cielo se siente la alegría del que está satisfecho y el gozo del que come con apetito. No hay privación ni hay hastío. El Cielo es, por lo menos, la saciedad. Es el encuentro con Aquel en quien hallan satisfacción todos nuestros anhelos.

Allí se cumple aquello que pedía Moisés: «Déjame ver, tu gloria» (Ex 33,18). "No tendrán hambre ni sed, ni les dará el bochorno ni el sol, pues el que tiene piedad de ellos los conducirá, y a manantiales de agua los guiará" (Is 49,10); Cristo gritaba en el templo: "Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba" (Jn 7,37).

El encuentro final con Dios es además el gran descanso (Sal 62,2); ideal que parece ser el motivo de la insistencia de la Ley y los profetas en la guarda del sábado. Además de la saciedad y el descanso, hay un anuncio de deleite, bajo la imagen del banquete: "El Reino de los Cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo..." (Mt 22,2; Ap 19,9).

Alegóricamente hay imágenes de la gloria, especialmente en la poesía amatoria del Cantar de los Cantares. Todo indica que el cielo, es saciedad, descanso y deleite, en grado altísimo y como fruto del amor gratuito de Dios que se comunica. “Sé de un hombre en Cristo, el cual hace catorce años —-si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe— fue arrebatado hasta el tercer cielo.

Y sé que este hombre fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede pronunciar” (2 Cor 12,2). Todo convoca nuestra esperanza hacia una pureza, belleza, dulzura, verdad y bondad inagotables: algo tan grande, tan firme, tan armonioso y profundo, tan alto y admirable, tan majestuoso y santo, abruma al alma que lo medita con amorosa atención y debida gratitud.

En ese cielo esperamos una luz de verdad superior a todo razonamiento; un abrazo de amor inefable; el cordial encuentro con amigos entrañables, colmados de un afecto indecible; la alegría de un bien que no se marchita; la paz sobre toda medida, en la contemplación del Rostro más Amable, más Amante y más Amado, sin amenaza alguna, sin temor alguno, sin duda alguna y sin prisa alguna.

Sólo se pueden añadir imágenes más o menos literarias o sugestivas sobre esa dicha honda, dilatada, interminable, inexpresable. En este nivel de aproximación y de experiencia, el cielo es un paraíso maravilloso.

Se escribe y se habla poco del cielo

Dice el libro de la Sabiduría: “Trabajosamente conjeturamos lo que hay sobre la tierra y con fatiga hallamos lo que está a nuestro alcance; ¿quién, entonces, ha rastreado lo que está en los cielos?” (Sab 9,16). Escribimos y hablamos poco del cielo, porque es difícil, porque no es experimentable, pero también porque nos parece que hablando del cielo huimos de la tierra. Pero, cómo pretendemos que la vida adquiera impulso y dirección si no tenemos claro hacia dónde queremos dirigirla.

El cielo es el término natural de la vida cristiana. Predicar el cielo no es predicar resignación a los pobres de la tierra, para dejar que los dueños de ella esclavicen a los desheredados. Ni enseñar una penitencia maniquea que pretenda salvar el alma para el cielo destruyendo el cuerpo en la tierra. No es enseñar la verdad etérea, inamovible, fija, intolerante, rancia, represora y desfasada. Ni es maltratar la inteligencia confundiendo la voluntad de las personas.

Callar sobre el cielo es dejar vía libre a los pretendidos intelectuales para que se proclamen modernos, terrenales y progresistas, siguiendo a Nietzsche en Prólogo de Zaratustra, 3: "¡permaneced fieles a la tierra!". Los teólogos "fieles a la tierra" dejan sin alimento y sin dirección a las fuerzas más intensas y generosas del corazón humano, con lo que no se consigue mayor compromiso social, mayor promoción del hombre, mayor solidaridad en una economía más justa; el resultado es egoísmo y narcisismo espirituales; veleidad esotérica pululante; multiplicación de métodos mentales y de meditación.

Una teología desequilibrada nunca será una teología profética, sino sólo... una teología desequilibrada. El cielo no es un escape ni una disculpa; no es una justificación ni del mal social ni de la ignorancia o pereza de nuestras mentes; no es el patrimonio de los más poderosos, ni de los más cobardes, ni de los más inteligentes. Jesucristo predicó con una referencia continua al cielo: «Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro que estás en el cielo...» (Mat 6,9).


“UN DIA AL CIELO IRE…” (PRIMERA PARTE)


“UN DIA AL CIELO IRE…” (PRIMERA PARTE)
Después de un mes de agonía, la enfermera del turno noche vino muy preocupada a despertarme…” Su papa se esta quejando….”  - Me dijo -.
Me levante rápidamente y acercándome a su cama descubrí que no era una queja. Mi papa Estaba entonando un viejo canto, recuerdo de su infancia…;”un día al cielo iré y la contemplare... Un día la veré, cual Celica armonía, las glorias de Maria, mil veces cantare…”
Pasaron solo unos minutos y papa partió al cielo…

La gloria
Después del juicio final acontecerá la renovación del mundo y la gloria eterna de los bienaventurados. Santo Tomás estudió la renovación del mundo y afirma que la gloria, el cielo, o la bienaventuranza, no son un lugar, sino un estado o modo de vida, que consiste en la visión de Dios, según dice Jesús en el Sermón de la Cena, que nos trae San Juan: “La vida eterna está en que te conozcan a ti y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3).



Tratando de entender

La visión beatífica es el acto de la inteligencia por el que los bienaventurados ven a Dios clara e inmediatamente tal como es en sí mismo. Razona santo Tomás: Hay quien dice que ningún entendimiento humano puede ver la esencia divina, pero esta opinión no puede ser admitida porque la felicidad suprema del hombre consiste en la más elevada de sus operaciones, que es la del entendimiento, y si éste no pudiera ver nunca la esencia divina, el hombre no podría jamás alcanzar su felicidad, o ésta no estaría en Dios, lo cual es contrario a la fe, porque la felicidad última de la criatura racional está en lo que es el principio de su ser, ya que en tanto es perfecta una cosa en cuanto se une con su principio, como la espiga de trigo es la perfección del grano sembrado.

Además se opone a la razón, porque cuando el hombre ve un efecto experimenta deseo natural de ver su causa y de aquí nace la admiración humana. Si el entendimiento de la criatura no lograse alcanzar la causa primera de las cosas, quedaría defraudado (1, 12,1). Después de la divina revelación, por la que el hombre conoce por la fe la existencia de Dios y de su elevación al orden sobrenatural, brota en él un deseo connatural al estado de gracia de ver a Dios.

De fe divina y católica

Es de fe divina y católica que los bienaventurados ven a Dios tal como Él es. Lo afirma san Pablo: "Ahora nuestro conocimiento es imperfecto, cuando llegue el fin desaparecerá lo imperfecto. Ahora vemos por un espejo y oscuramente, entonces veremos cara a cara. Al presente conozco en parte, entonces conoceré como soy conocido" (Cor 13, 9).

Y san Juan: "Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que cuando aparezca, seremos semejantes a Él porque le veremos tal cual es" (1 Jn 3, 2). No sólo seremos hijos por tener la naturaleza del Padre, que ya tenemos aquí por la gracia; sino que nos asemejaremos más a Él porque tendremos su manera de obrar y de vivir.

El Papa Benedicto XII definió: "Por esta Constitución por autoridad apostólica definimos que las almas de los bienaventurados vieron y ven la divina esencia con visión intuitiva y facial, sin mediación de ninguna criatura, sino por manifestárseles la divina esencia de manera inmediata y desnuda, clara y abiertamente, y gozan de la misma esencia, y por tal visión y fruición, las almas de los que salieron de este mundo son verdaderamente bienaventuradas y tienen vida y descanso eternos".

Conoce intuitivamente quien ve y quien contempla, por contraposición a quien razona y discurre. El conocimiento intuitivo es opuesto al discursivo, que utiliza medios para llegar a las conclusiones, que son las verdades superiores o los principios. El intuitivo no utiliza principios ni verdades anteriores para apreciar las cosas, sencillamente, las ve.

La visión beatífica, además de ser intuitiva, es inmediata, es decir, se realiza sin ninguna idea que se interponga entre el objeto, Dios, y el sujeto, el hombre, porque ninguna especie escapa de representarlo como es en sí. De ahí la necesidad de la unión inmediata entre Dios y el entendimiento de quienes le ven en la gloria.

Catecismo de la Iglesia

El Catecismo reproduce ampliamente la definición ya citada de Benedicto XII: (CIC 1023). Y añade: "Esta vida perfecta con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama ´el cielo´. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones mas profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha" (1024).

También afirma el Catecismo la enseñanza eclesial afirmando que, «por su muerte y su resurrección, Jesucristo nos ha abierto» el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en él y han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a él» (n. 1026).

Ver a Dios cara a cara

La expresión ver a Dios cara a cara es frecuente en el Antiguo Testamento. Jacob dijo haber visto a Dios cara a cara cuando luchó con el ángel; Moisés también dice que lo vio, cuando en otra ocasión Dios le había dicho: “No podrás ver mi rostro, porque el hombre no puede ver a Dios y vivir”. No es que mate la vista de Dios, sino que Él vive en otra dimensión a la que hay que pasar por la muerte.

Esas visiones se referían a visiones a través de figuras y de imágenes, lo que San Pablo llama visión mediata, oscura y parcial. A ésta contrapone el Apóstol la que tendremos cuando venga el fin; a la que él llama cara a cara. El hombre podrá entonces contemplar a Dios de hito en hito, sin cegarse y sin morir, porque contará con el auxilio de la luz de la gloria, que capacitará para la visión que de otra manera no podría tener, merecido y conseguido por la cruz de Cristo.

El ojo corporal no puede ver la esencia de Dios

Job dice que vio a Dios con sus ojos y que espera ver un día con los ojos de carne a Dios, su salvador. Imposible. La visión corporal es acto de un órgano sensible, y el órgano tiene su objeto propio, material, cuantitativo y colorado. La esencia divina no es material, ni cuanta, ni colorada por eso el ojo es incapaz de verla. Sí la puede ver el entendimiento si su potencia cognoscitiva es elevada.

Cuando el entendimiento ve a Dios en una criatura vista corporalmente, se trata de una visión corporal impropia. Cuando se dice que existiendo en la carne, o no estando el alma sola, sino en el cuerpo se ve a Dios, o no lo ve el ojo corporal, sino el del espíritu, o el entendimiento, o será una visión que ve una imagen de Dios. Eso es lo que le sucedía a Moisés, que según el Deuteronomio, vio a Dios cara a cara, es decir en imágenes. Eso ocurre las visiones que acaecen en este mundo.

El entendimiento puede ver la esencia de Dios

Ver la esencia de Dios tal cual es en sí es conocer un objeto sobrenatural, y nuestro entendimiento no puede por sí solo. Sólo lo puede ver con la ayuda de la luz de la gloría, que precisa potencia obediencial y capacidad de elevación. Dice Santo Tomás: “Cuando el hombre ve un efecto, experimenta deseo natural de ver su causa; de aquí nace la admiración. Si el entendimiento de la criatura no pudiera ver la causa primera de las cosas, quedaría defraudado su deseo natural. Por consiguiente, hay que reconocer que los bienaventurados ven la esencia divina”, pues, visto el efecto, nace el deseo de ver la causa y el deseo de penetrar dentro y ver lo que es.

Conocemos los efectos de Dios, y este conocimiento produce en nosotros el deseo de conocerle y de penetrar dentro de Él. Como los deseos naturales no se deben frustrar, porque son tendencia de la naturaleza y la naturaleza no tiende a lo imposible, hay que concluir que la visión de la esencia divina es posible. En realidad, el deseo termina en la esencia divina tal como las criaturas son capaces de reflejarla.

Sería penetrar en la esencia divina natural. Una y simple. Realidad que es objetivamente idéntica a la sobrenatural: Dios uno y trino. La divinidad está incluida en el objeto material de nuestro deseo de felicidad. Luego existe en nosotros una potencia obediencial pasiva elevable para conseguir la visión sobrenatural de la esencia de Dios.

”La luz de la gloria” capacita para ver y santifica

La luz de la gloria es un hábito intelectual infuso, que dispone el entendimiento para unirlo inmediatamente con la esencia divina en unión inteligible por el acto de la visión beatífica. La falta de proporción entre la inteligencia de una criatura y la esencia de Dios la tiene que suplir la luz de la gloria, que eleva y dispone.

La luz de la gloria interviene activamente, como interviene la luz de la razón en la visión intelectiva natural. Y como acto inmanente termina dentro del bienaventurado. El término de la visión intelectual es el concepto que queda en la mente, que es la misma esencia divina.

Función santificadora

La luz de la gloria como santificadora Influye en la naturaleza del bienaventurado y en su voluntad. Santo Tomás dice que con esta luz se hacen los hombres deiformes, es decir que, perfecciona el entendimiento y la naturaleza. El Concilio de Viena enseña que el hombre necesita la luz de la gloria para ver a Dios y para gozar de Él, pues sería una anomalía poner una perfección en las potencias sin que éstas tuvieran la debida perfección, que en el orden natural sigue este proceso: naturaleza perfecta, potencias perfectas, actos perfectos realizados por las potencias.

La perfección sobrenatural sigue el mismo proceso: la gracia; las virtudes infusas y los actos virtuosos. Lo mismo sucede en el cielo. El alma bienaventurada poseerá allí una perfección del orden sobrenatural correspondiente a la que el entendimiento recibe con el lumen gloriae. Dice Santo Tomás que, porque el “lumen gloriae” no es natural a la naturaleza del bienaventurado, es necesario deificarIa para que resulte connatural.

La luz se da para ver a Dios de una manera connatural, y por eso es necesario perfeccionar la naturaleza del vidente. Con lo que perfecciona a la vez el entendimiento y la voluntad y la convierte en una visión práctica y contemplativa, que ve a Dios como fin beatífico del hombre, y por lo tanto, como bien.

El lumen gloriae es mérito cristológico

San Gregorio de Niza, en una homilía, dice: “Nadie puede ver a Dios. Quien ve a Dios, muere. El hombre quiere ver a Dios, pues sólo así podrá vivir, pero su fuerza no le basta para ver. Si Dios es la vida, el que no ve a Dios, no ve la vida. Pero profetas y apóstoles afirman que a Dios no se le puede ver”. La situación del hombre es como la de Pedro que intenta caminar sobre las aguas, quiere acercarse a Jesús y no puede, se lanza al agua y se hunde. Le salva la mano del Señor”.

El condenado, el que cuelga de la cruz, promete el paraíso al ladrón condenado juntamente con él. El crucificado se presenta con poder para abrir el paraíso a los que están perdidos. La llave para abrir es su palabra. El “hoy estarás conmigo en el Paraíso” adquiere una importancia transformadora. A la luz de esta palabra el paraíso ya no se puede considerar sin más como un lugar ya preexistente.

El paraíso se abre en Jesús. Es inseparable de su persona.  Nótese que de aquí parte una línea que llega hasta la petición que hace Esteban al morir: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Act 7,59). Cristo mismo es el paraíso, la luz, el agua fresca, la paz segura, la meta de la espera y la esperanza de los hombres. Jesús no viene del seno de Abraham, sino del seno del Padre. El discípulo reposa en el seno de Jesús; el cristiano, gracias a su amor creyente, se encuentra seguro en el seno de Jesucristo y, en definitiva, en el seno del Padre. Así se entiende la afirmación de Cristo: «Yo soy la resurrección y la vida».