ADORAR EN SANTIDAD (I)
“Porque sólo tú eres santo, y todas las naciones vendrán y se postrarán ante ti” (Ap 15,4)
1. Reflexión
Dios es santo, pero el hombre es pecador. La perfección es propia y exclusiva de Dios, la santidad y Dios son inseparables; por eso, cuando Dios se hace presente al hombre, lo hace en su santidad y puede presentarse a sí mismo diciendo: "En medio de ti soy el Santo" (Os 11,9). El salmista confiesa: "La santidad es el adorno de tu casa" (Sal 93,5). Y en la visión de Juan “los cuatro Ancianos... repiten sin descanso día y noche: ‘Santo, Santo, Santo, Señor, Dios Todopoderoso, Aquel que era, que es y que va a venir" (Ap 4,8). Por el contrario, el hombre es pecador y su morada natural es el pecado. Las palabras de Juan no dejan lugar para la duda: “Si decimos: ‘No tenemos pecado’, nos engañamos y la verdad no está en nosotros” (1 Jn 1,8). ¡El Santo y su santidad frente al pecador y su pecado!
Sin santidad no hay intimidad con Dios. Sabemos que Dios quiere tener relación con el hombre; más aún, quiere una relación profunda, íntima, en el plano trascendente de la vida, donde no haya nada que pueda interponerse entre él y el hombre. Pero surge un problema de inmediato: ¿Cómo es posible ninguna armonía, ni siquiera superficial entre el Santo y el pecador, entre Dios y el hombre, si el pecado se interpone entre ellos? El salmista se formula la misma pregunta: "¿Quién subirá al monte del Señor? ¿Quién podrá estar en su recinto sacro?” Y luego responde: “El hombre de manos inocentes y puro corazón" (Sal 24,3-4). Sólo puede permanecer ante él quien está santificado. Por eso, al elegir a un pueblo para que sea suyo, Dios le da también el mandato de la santidad y les dice: "Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo" (Lv 19,2).
¿Es posible la santidad? Si Dios es santo, si sólo en santidad podemos acercarnos a él para adorarle y tener comunión con él, y si Dios nos llama a esa relación, será porque el hombre pecador podrá adquirir de algún modo la santidad que no tiene y necesita; en caso contrario Dios no podría darnos el mandato de la santidad. El mandato que Dios da a Israel en la antigua alianza se renueva con mayor exigencia en los nuevos tiempos. Zacarías habla de un futuro en que “podamos servirle sin temor en santidad y justicia delante de él todos nuestros días” (Lc 1,75); y el apóstol Pedro nos hace saber que sigue en vigor el antiguo mandato de la santidad: “Así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta, como dice la Escritura: Seréis santos, porque santo soy yo” (1 P 1,15-16).
Dios llama a la santidad; llama a todos a la plena santidad, a una santidad propia de sus hijos; con todos desea comunicarse de una manera íntima y cordial; y se comunicaría con nosotros, si le correspondiésemos y no ofreciéramos resistencia; en todos quiere tener sus delicias y a todos nos haría capaces de gustarlas, si no se lo impidiésemos con nuestra rebeldía, nuestra desobediencia y nuestras infidelidades. Pablo nos recuerda que Dios nos llamó a la santidad ( (1 Ts 4,7), que “ésta es la voluntad de Dios vuestra santificación” (1 Ts 4,3), y finalmente que “nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor” (Ef 1,4).
2. Palabra profética
¨ “Practicad cada día vuestra fe. Abrazad mi cruz y caminad. Yo os acompaño. Abrid los ojos de la fe y veréis que caminar conmigo en la cruz, es un privilegio que yo hago a los que amo, es una manifestación de mi amor hacia vosotros.”.
“ Poned vuestra fe en marcha. Mi cruz sirve para humillaros y santificaros. Recordad que la misión que os he encomendado, sólo se puede llevar a cabo desde la santidad, y no es posible la santidad sin pasar por la humillación. La humillación de la cruz conduce a la vida. ¿Estáis dispuestos a recorrer ese camino? Lo que hoy es dolor y muerte, mañana será vida y gozo”.
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