L o s d e s p r e c i a d os
Hoy venimos a ti, Señor, nosotros, los despreciados.
Somos una caravana no doliente, sino repugnante.
Ni siquiera ofrecemos compasión u odio, ternura o sufrimiento.
Somos, sencillamente, despreciados; damos asco.
El enfermo más lleno de lepra inspira compasión.
El criminal más feroz odio u horror.
El loco, el subnormal producen pena o ternura.
Nosotros no tenemos reservado un lugar en las obras de
misericordia.
Yo, Señor, soy un drogadicto;
prácticamente he presentado mi dimisión como hombre;
se ha apagado en mí toda esperanza de recuperar mi voluntad,
de volver a ser yo mismo.
Hay otros que han drogado no su cuerpo pero sí su conciencia,
su corazón.
Pero a esos nadie les desprecia. A lo más, se les teme.
Yo, Señor, soy un invertido.
No me gustan las mujeres.
Alguna vez me consuelo con un amigo.
Cometo menos pecados que mi hermano a quien sí le
gustan las mujeres y se apropia hasta de las de los
demás.
Pero a él nadie le hace ascos en casa ni fuera;
no inspira repugnancia;
a veces, todo lo contrario, hasta es admirado.
De mí huyen todos: los hombres y las mujeres.
Sólo me recibe alguno que, como yo, se siente también
repugnante para la sociedad normal.
Yo soy un borracho,
pero un borracho pobre.
Llevo muchos años alcoholizado,
en mi casa no me reciben,
se avergüenzan de mí y me veo obligado a tambalearme
por las calles como un perro.
Todos vuelven la cara cuando me ven.
A un mendigo aún se acerca alguien de vez en cuando
a dejarle, aunque de prisa, una moneda pequeña entre
sus manos que tú has dicho que son las tuyas.
A mí no se acerca nadie;
sólo a veces algún policía para llevarme, por obligación,
a la comisaría.
Hay otros, Señor, que se emborrachan también,
pero en fiestas de lujo y son poderosos y hasta hacen
gracia
y son perdonados y excusados por sus aduladores que
procuran esconder su vergüenza.
Hasta ellos no llegan los policías.
¿Será que mi borrachera es más repugnante porque yo
bebo sólo vino barato y ellos whisky y ginebra?
Yo, Señor, soy una prostituta.
Pero no una cualquiera.
Estoy ya vieja, ajada, gorda.
Ya no tengo quien me apadrine.
Soy de las que tengo que contentarme sólo con lo que
quieran darme.
No tengo un piso decente para recibir a la gente ni dinero
para anunciarme en los periódicos como «masajista».
Tengo que contentarme con esperar, a las afueras de la
ciudad, en la cuneta de las carreteras, bajo el sol y
la lluvia, que algún pobre se contente con mis últimos
restos de mujer pública.
Los que pasan en coche me miran con asco, vuelven la
cara para no encontrarse con mi mirada.
Me desprecian hasta las prostitutas de primera clase que
acompañan, perfumadas y envueltas en visones, a las
personas respetables.
Yo, Señor, soy un excomulgado de tu iglesia.
No puedo recibir los sacramentos.
Los criminales sí pueden y los avaros y los opresores.
Nadie piensa que quizá pueda estar en paz con mi conciencia.
¿No te excomulgó a ti la iglesia de tu tiempo?
Hay otros que defienden más herejías que yo,
que incluso presumen de su ateísmo,
que explotan a tu iglesia y viven a costa de ella sin creer
en ella.
Pero son admirados y respetados.
Ellos no llevan sobre la frente la vergüenza de una excomunión.
Quizá porque tienen amigos que les defienden,
porque han sabido ser más diplomáticos que yo,
porque saben profesar en público lo que traicionan en
privado o en el fondo de su conciencia.
Nosotros y tantos otros a quienes la sociedad ni siquiera
compadece;
nosotros, los despreciados,
los que provocamos no odio, ni lástima, ni miedo,
sino asco,
venimos hoy a ti, el Inocente, porque pensamos que, si
tú existes, sólo tú eres capaz de no despreciarnos y
hasta de perdonarnos.
No ocultamos ni excusamos el pecado que pudo dar
origen a nuestra vergüenza.
Pero quizá tú que no sólo perdonas sino que excusas,
serás capaz, para no humillarnos más, de repetir como
al endemoniado que nuestra vergüenza sirve para manifestar
en nosotros tu gloria salvándonos.
Tú viniste a salvar lo que estaba perdido.
Pero ¿quiénes más perdidos que nosotros que no inspiramos
ni siquiera compasión?
A veces un rayo de esperanza nos hace intuir que quizá
llegues incluso a amarnos, a encontrar en el fondo de
nuestra vergüenza algún rastro de tu rostro aún no
manchado.
Perdónanos, Señor, si a veces sentimos la tentación de
pensar que tú no existes.
No es fácil creer en ti, a quien no vemos, cuando todos
los rostros hermanos se vuelven asqueados para no
mirarnos.
Perdónanos también si, a veces, encontrando a alguien
que, por excepción, no nos desprecia y hasta nos
echa una mano fraterna, nos sentimos tentados a
confundirle contigo y le adoramos como a nuestro
Dios.
Perdona nuestra idolatría.
Pero ¿será verdadera idolatría?
¿Un hombre que llega a amar lo que todos desprecian,
no eres tú mismo presente y vivo entre nosotros?
Cristo, ten piedad, por lo menos tú, de nosotros los
despreciados.
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