El niño.
Soy un niño, Señor.
Uno entre tantos millones de niños que lloran y ríen en
el mundo.
Mi nombre no importa, porque no lo escogí yo: me lo
impusieron.
No me preguntes quién soy porque yo no tengo el derecho
a ser: me hacen un poco entre todos.
¡Niño, no hagas eso! ¡Niño, haz esto!
¡Los niños se callan! ¡Los niños no deben molestar!
Para nosotros, los niños, sólo existe el verbo «deber»;
nunca el «poder».
¡Sería estupendo si no crecieran!, dicen los padres.
¡Cuándo podremos ser personas, pensar, darnos un nombre
propio!, soñamos nosotros.
¿Quién tiene razón, Señor?
Tú que eres el único a quien no molestan los niños —¡a
los apóstoles sí les molestaban! — , déjame que yo te
hable y después dime quién tiene razón.
Me dicen que no se debe mentir y cuando se me escapa
una verdad se enfurecen. Ayer se enfadó mucho mi
padre porque dije delante de sus amigos que pegaba
a mi madre. ¿Es que no es peor hacerlo que contarlo?
El se enfada cuando yo lo cuento.
Yo no puedo enfadarme cuando él lo hace.
Me dicen que no está bien que me junte con «ciertos niños
», y al dormir me obligan a rezar al Dios que nos
enseñó que todos somos iguales y hermanos.
Mamá me dice que debo parecerme a mi padre, pero mi
padre roba, dice por teléfono que está enfermo para
no ir al trabajo, insulta a la chica de servicio.
Me dicen que los niños no deben pensar, opinar, llevar
la contraria: ¡eso es cosa de hombres!
Pero yo sé pensar, tengo mis gustos propios que son
distintos de los de mis padres y a veces me dan ganas
de gritar y de protestar.
Por ejemplo, cuando mi padre me manda callar sólo
porque él no tiene ganas de hablar; cuando me obliga
a ir a jugar a la calle sólo porque él quiere ver en
paz la televisión.
Me dicen que no debo ver ciertas cosas porque soy un
niño.
Pero yo pienso que sólo si las veo ahora con los ojos limpios,
podré seguir viéndolas mañana sin avergonzarme
como ellos.
Juegan conmigo como con un muñeco cuando tienen
ganas. Si yo no tengo ganas, juegan lo mismo y encima
me llaman caprichoso y antipático.
Ellos deciden siempre cuándo jugar conmigo; pero yo
no puedo nunca elegir mi horario para jugar con ellos.
Y cuando ellos dicen que no, yo no puedo llamarles
caprichosos ni egoístas, ¡porque soy un niño!
Es difícil que te entendamos los niños, ¿verdad?
Porque tú dijiste que sólo el que se hace como un niño
será amigo tuyo. Pero todos los que yo conozco que dicen que te aman
y que creen en ti y que te rezan, no sólo no quieren ser como los niños,
sino que nos impiden a nosotros el serlo.
Sí, porque nos impiden ser espontáneos; nos obligan a mentir,
nos niegan la posibilidad de crear la gran familia de todos,
nos obligan a vivir las normas de la hipocresía —que
ellos llaman educación—, nos obligan a decir lo que no sentimos,
a hacer cosas de hombres, de «comprometidos».
Señor, ¿quién tendrá razón?
Recuerdo que un día tus padres te riñeron porque te perdiste.
Y tú les respondiste que también tú tenías una vida propia,
que no eras «sólo» de ellos.
¿Por qué no vuelves a gritar a nuestros padres, a las personas
mayores, a quienes nos niegan el derecho de
ser nosotros mismos, que tampoco nosotros somos sólo de ellos,
que no siempre lo que a ellos les gusta es lo mejor,
que tenemos derecho a defender nuestra originalidad?
¿Por qué no les dices que ser niño no es un defecto, ni
un pecado, ni una limitación, ni un juguete bonito
para los mayores, sino más bien un valor único, irrepetible en la vida y,
si acaso —-tú mismo lo afirmaste—, un valor que no
puede morir en nosotros ya que nos debe acompañar
siempre si no queremos renunciar a conocerte y a amarte?
Al menos, tú, Señor, no me digas que me calle. ¡Escúchame y respóndeme!
¡Ah!, y perdóname un pecado: a veces tengo la presunción de pensar que soy más hombre
que ellos, porque me siento más libre y sé hablar con cualquiera
y no me ruborizo de nada y me fío de todos y soy feliz cuando en la calle veo volar un pájaro.
Y me gusta comer pan solo.
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