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jueves, 30 de septiembre de 2010

Mensaje sobre la Jornada Mundial de las Misiones

LLEVAR EL EVANGELIO A LOS QUE TODAVÍA NO CONOCEN A CRISTO
Mensaje sobre la Jornada Mundial de las Misiones (9 y 10 de octubre).

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

La Jornada de las Misiones, que se repite todos los años en el mes de octubre, es como un tomarnos el pulso y ver si de verdad estamos convencidos de la importancia del evangelio para toda persona y la humanidad entera. Cada Iglesia ha de tratar de vivir el evangelio y transformar los diversos lugares donde nos desenvolvemos diariamente, comenzando por los ámbitos familiar y laboral, y llegar también a los espacios públicos que tienen que ver con nuestras obligaciones de ciudadanos.

Pero en esta oportunidad debemos ensanchar nuestro horizonte más, porque se trata de llevar el evangelio a los que todavía no conocen a Cristo. Si no sintiéramos esta necesidad y nos contentáramos con lo que somos y tenemos, sería un signo de que nosotros mismos todavía no hubiéramos comprendido lo que significa ser cristiano. Juan Pablo II. decía: “La misión es un problema de fe, es el índice exacto de nuestra fe en Cristo y en su amor por nosotros” (RM 11).

Toda comunión verdadera con el Señor, naturalmente lleva a la misión. Por eso, la primera manera de colaborar con la obra evangelizadora de los misioneros que están en el frente de la misión, es la oración en que nos hacemos uno con el Señor. En nuestra diócesis tenemos un ejemplo hermoso de esta fuerza de la comunión con la Capilla de Adoración Perpetua en la parroquia San Martín de Tours. Ya van cuatro años en que se reza sin interrupción, día y noche, ante Cristo en la Eucaristía , y han llegado a trescientas las personas de muchas parroquias, que vienen permanentemente para hacer de Custodios y Custodias del Señor.

Otro modo de vivir esta comunión transformadora podemos observar en las parroquias, donde la lectura orante de la Palabra , practicada comunitariamente, ha llegado a ser un atractivo para vecinos que anteriormente no tenían mucho contacto con la Iglesia. Es en estos ambientes también, donde se afirma el compromiso de ser testigo de la fe. Y podemos esperar que la oración despertará vocaciones para la vida consagrada, ministerial y misionera.

La segunda forma de colaborar, de mayor exigencia, apela especialmente a aquellos que están cargando con un sufrimiento grande, y los invita ofrecerlo a Dios con amor, y sostener así el sacrificio de los misioneros. El valor salvífico de todo sufrimiento deriva del sacrificio de Cristo, que llama a los miembros del su Cuerpo místico a unirse a sus padecimientos y completarlos en su propia carne (cf. Col 1, 24). Con tal ofrecimiento los enfermos se hacen también misioneros, como Santa Teresita del Niño Jesús, patrona de las misiones, que nunca salió de su convento.

Finalmente hemos de recordar también la colaboración material para las misiones. Es necesario revisar el propio estilo de vida: las misiones no piden solamente ayuda, sino compartir el anuncio y la caridad para con los pobres. Todo lo que hemos recibido de Dios – tanto la vida como los bienes materiales – no es nuestro sino que nos ha sido dado para usarlo. La generosidad en el dar debe estar siempre iluminado por la fe: entonces sí que hay más alegría en dar que en recibir.

Les agradezco ya ahora su generosidad. Ustedes saben, que uno de los ejes pastorales de nuestra Diócesis de Quilmes es precisamente la Misión. Que nuestra colaboración en la próxima Jornada avale esta afirmación de manera convincente.

El mes de octubre no es solamente el mes misionero, sino también del rezo del Rosario. Las Obras Misionales Pontificias nos invitan a unir las dos cosas y formar entre todas las diócesis del país una cadena de oración. A nuestra Diócesis de Quilmes se pide unirse a este propósito el día 19 de octubre. Con alegría queremos hacerlo.

Los bendigo de corazón.
Luis T. Stöckler
Obispo de Quilmes

ADORAR EN SANTIDAD (II)



ADORAR EN SANTIDAD (II)

“Procurad la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Hb 12,14)

       1. Reflexión.

         Tal vez nos asusta un poco el término ‘santidad’, porque acostumbramos a pensar en ella como en algo difícil o inalcanzable; es posible que, si no hay más cristianos que aspiren a la santidad, tal vez sea porque tienen un concepto erróneo acerca de ella. La ‘santidad’ es propia de Dios y le pertenece sólo a él; no es uno de tantos atributos divinos, sino que caracteriza a Dios mismo. Por eso, Dios es fuente de santidad y toda santidad deriva de él; el hombre es santificado.  La verdadera santidad, que es lo mismo que la perfección cristiana, implica la imitación de nuestro Maestro y Salvador Jesucristo, partiendo de una perfecta pureza de corazón y de alma, una íntima unión, comunicación y familiaridad con Dios y una completa docilidad a la continua inspiración y dirección del Espíritu Santo.

     El hombre recibe la santidad por Cristo y el Espíritu. El sacrificio de Cristo, a diferencia de las víctimas y del culto del AT, que sólo purificaban exteriormente, santifica a los creyentes en la verdad (Jn 17,19), comunicándoles la santidad. Los cristianos participan de la vida de Cristo resucitado  por la fe y por el bautismo que les da la unción venida del Santo: “A vosotros, que en otro tiempo fuisteis extraños y enemigos, por vuestros pensamientos y malas obras, os ha reconciliado ahora, por medio de la muerte en su cuerpo de carne, para presentaros santos, inmaculados e irreprensibles delante de él” (Col 1,21-22).

     Pero también son “santificados en Cristo, llamados a ser santos” (1 Co 1,2) por la presencia en ellos del Espíritu Santo, que es el agente principal de la santificación del cristiano. Pedro habla de “la acción santificadora del Espíritu” (1 P 1,2), y Pablo recuerda a los cristianos de Tesalónica que Dios los “ha escogido desde el principio  para la salvación mediante la acción santificadora del Espíritu Santo y la fe en la verdad” (2 Ts 2,13). La afirmación que resume la obra entera y conjunta de Cristo y el Espíritu puede ser esta frase de Pablo: “Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios” (1 Co 6,11).

     Hay que trabajarla. La santidad que recibimos es un puro don de Dios, pero el hombre tiene que hacer su parte partiendo de la conversión: “si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1,8-9). La santidad exige a los cristianos un esfuerzo en dos frentes: por un parte la ruptura con el pecado y con las costumbres paganas: “que cada uno de vosotros sepa poseer su propio cuerpo con santidad y honor, y no dominado por la pasión...” ((1 Ts 4,4s); por otra parte, deben obrar según “la santidad y la sinceridad que vienen de Dios, y no con la sabiduría carnal, sino con la gracia de Dios” (2 Co 1,12). El Espíritu lleva a cabo la obra de santificación, pero necesita la colaboración del hombre, un esfuerzo continuado y suficiente,

     El signo del amor. El signo definitivo de la santificación, obra del Espíritu que es Amor, será también el amor que él derrama en nuestros corazones (Rm 5,5). Pablo lo relaciona con la santidad en su carta a los Tesalonicenses: “Que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros y en el amor para con todos ... para que se consoliden vuestros corazones con santidad irreprochable ante Dios nuestro Padre” (1 Ts 3,12-13).

    2. Palabra profética

Visión de una mano manejando unas herramientas muy finas con las que trabaja algo muy delicado.

Palabra: “Es la obra que estoy haciendo en vuestras vidas, en vuestros corazones. Cuanto más delicada vaya a ser la obra, más veces hay que meterla al horno, más trabajo hace falta para terminarla, Lo único que os pido es que confiéis plenamente en mí, que os abandonéis totalmente en mí, que permanezcáis postrados ante mí, y yo llevaré a cabo la obra.
      
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ADORAR EN SANTIDAD (I)

ADORAR EN SANTIDAD (I)

“Porque sólo tú eres santo, y todas las naciones vendrán y se postrarán ante ti” (Ap 15,4)

     1. Reflexión

     Dios es santo, pero el hombre es pecador. La perfección es propia y exclusiva de Dios, la santidad y Dios son inseparables; por eso, cuando Dios se hace presente al hombre, lo hace en su santidad y puede presentarse a sí mismo diciendo: "En medio de ti soy el Santo" (Os 11,9). El salmista confiesa: "La santidad es el adorno de tu casa" (Sal 93,5). Y en la visión de Juan “los cuatro Ancianos... repiten sin descanso día y noche: ‘Santo, Santo, Santo, Señor, Dios Todopoderoso, Aquel que era, que es y que va a venir" (Ap 4,8). Por el contrario, el hombre es pecador y su morada natural es el pecado. Las palabras de Juan no dejan lugar para la duda: “Si decimos: ‘No tenemos pecado’, nos engañamos y la verdad no está en nosotros” (1 Jn 1,8). ¡El Santo y su santidad frente al pecador y su pecado!


    
      Sin santidad no hay intimidad con Dios. Sabemos que Dios quiere tener relación con el hombre; más aún, quiere una relación profunda, íntima, en el plano trascendente de la vida, donde no haya nada que pueda interponerse entre él y el hombre. Pero surge un problema de inmediato: ¿Cómo es posible ninguna armonía, ni siquiera superficial entre el Santo y el pecador, entre Dios y el hombre, si el pecado se interpone entre ellos? El salmista se formula la misma pregunta: "¿Quién subirá al monte del Señor? ¿Quién podrá estar en su recinto sacro?” Y luego responde: “El hombre de manos inocentes y puro corazón" (Sal 24,3-4). Sólo puede permanecer ante él quien está santificado. Por eso, al elegir a un pueblo para que sea suyo, Dios le da también el mandato de la santidad y les dice: "Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo" (Lv 19,2).

     ¿Es posible la santidad? Si Dios es santo, si sólo en santidad podemos acercarnos a él para adorarle y tener comunión con él, y si Dios nos llama a esa relación, será porque el hombre pecador podrá adquirir de algún modo la santidad que no tiene y necesita; en caso contrario Dios no podría darnos el mandato de la santidad. El mandato que Dios da a Israel en la antigua alianza se renueva con mayor exigencia en los nuevos tiempos. Zacarías habla de un futuro en que “podamos servirle sin temor en santidad y justicia delante de él todos nuestros días” (Lc 1,75); y el apóstol Pedro nos hace saber que sigue en vigor el antiguo mandato de la santidad: “Así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta, como dice la Escritura: Seréis santos, porque santo soy yo” (1 P 1,15-16).

     Dios llama a la santidad; llama a todos a la plena santidad, a una santidad propia de sus hijos; con todos desea comunicarse de una manera íntima y cordial; y se comunicaría con nosotros, si le correspondiésemos y no ofreciéramos resistencia; en todos quiere tener sus delicias y a todos nos haría capaces de gustarlas, si no se lo impidiésemos con nuestra rebeldía, nuestra desobediencia y nuestras infidelidades. Pablo nos recuerda que Dios nos llamó a la santidad ( (1 Ts 4,7), que “ésta es la voluntad de Dios vuestra santificación” (1 Ts 4,3), y finalmente que “nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor” (Ef 1,4).

     2. Palabra profética

¨       “Practicad cada día vuestra fe. Abrazad mi cruz y caminad. Yo os acompaño. Abrid los ojos de la fe y veréis que caminar conmigo en la cruz, es un privilegio que yo hago a los que amo, es una manifestación de mi amor hacia vosotros.”.

           Poned vuestra fe en marcha. Mi cruz sirve para humillaros y santificaros. Recordad que la misión que   os he encomendado, sólo se puede llevar a cabo desde la santidad, y no es posible la santidad sin pasar por la humillación. La humillación de la cruz conduce a la vida. ¿Estáis dispuestos a recorrer ese camino? Lo que hoy es dolor y muerte, mañana será vida y gozo”.


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