“En este tiempo, estamos llamados todos a orar por una nueva y renovada efusión del Espíritu Santo…”
Es el Espíritu Santo quien obra toda realidad de salvación y santificación en la Iglesia y nos introduce en la revelación del misterio de Dios y del hombre.
El Espíritu Santo, el Paráclito -que significa “el que está junto a nosotros” para defendernos- es el enviado del Padre en nombre del Hijo y por el Hijo, y mora en los que creen en Él. Es el Santo Espíritu el que todo nos revela porque es el Espíritu de la verdad.
Es quien nos ilumina, a nosotros Iglesia, acerca del misterio de Cristo, Mesías, Señor e Hijo de Dios y hace que comprendamos la Resurrección como el cumplimiento del plan de salvación de Dios para todos los hombres. Pues, si Cristo es la manifestación visible de Dios –“quien ha visto al Hijo ha visto al Padre”, le dice el Señor a Felipe en la Última Cena (Jn 14:9)- el Espíritu Santo es quien lo revela.
Por el Espíritu Santo nos sabemos hijos de Dios dándonos la confianza de llamarlo Padre, Abbá (Cf. Rm 8:15), y reconocemos que Jesucristo es el Señor (Cf. 1 Co 12:3).
Es también el Espíritu quien nos impulsa al anuncio de salvación y al testimonio y nos da la fuerza y el valor para hacerlo sin temer ni a la persecución ni a la muerte. Fue por el Espíritu Santo, recibido en el Cenáculo mientras estaban en oración, que los discípulos se volvieron verdaderos apóstoles (enviados) porque salieron del encierro de sus miedos a proclamar el Evangelio de salvación a todo Israel y a todo el mundo conocido.
Al Espíritu que ya vino y que se hace constantemente presente en la Iglesia, hay que llamarlo porque constantemente lo perdemos y sofocamos. Por eso, la venida del Espíritu implica siempre purificación interior.
Sí, al Espíritu Santo hay que pedirlo y Dios no lo niega a los que se lo piden (Cf. Lc 11:13). No importa la fórmula de invocación sino la intención y fuerza de convicción o de necesidad con la que se pide. El Espíritu Santo es Padre de los pobres y en la medida que nos consideremos indigentes ante Dios tendremos la fuerza como para pedirlo.
Nosotros lo invocamos, clamamos su presencia y Él, el Espíritu Santo, nos enseña a orar. "El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rm 8:26). El Espíritu Santo, artífice de las obras de Dios, es el Maestro de la oración.
La Santísima Virgen en Medjugorje ha dicho: “Queridos hijos, ustedes no saben pedir. Piden demasiadas cosas y no piden el Espíritu Santo. ¡Pidan el Espíritu Santo y lo tendrán todo!”.
Oremos, entonces, como nos lo pide nuestra Madre en este mensaje por la venida del Espíritu Santo. A eso nos invita:
“… a orar por la venida del Espíritu Santo en cada criatura bautizada”
La intención por la que nos pide orar es para la venida del Espíritu en cada bautizado. Pero, ¿qué puede significar ser bautizado? O dicho de otro modo: ¿cuál es el alcance de este pedido?
Recordemos que por medio del bautismo se recibe el Espíritu Santo y que el pecado original y los pecados personales que la persona pudiera haber cometido son cancelados, se es regenerado como hijos de Dios e incorporado a la Iglesia. En cuanto al perdón de los pecados “al recibir el santo Bautismo que nos purifica, es tan pleno y tan completo el perdón que recibimos, que no nos queda absolutamente nada por borrar, sea de la falta original, sea de las faltas cometidas por nuestra propia voluntad, ni ninguna pena que sufrir para expiarlas... Sin embargo, la gracia del Bautismo no libra a la persona de todas las debilidades de la naturaleza”, por eso la Iglesia posee otro medio para perdonar los pecados que se cometan, es el sacramento instituido por el mismo Señor: el de la penitencia que reconcilia al penitente con la Iglesia y con Dios (CIC 978, 979 y 980).
Dios le confiere al bautizado la gracia santificante que lo hace capaz de creer en Dios, de esperar en Él y de amarlo y le permite crecer en el bien, además de hacerlo receptor de los dones del Espíritu Santo.
El Espíritu Santo también otorga a algunos fieles dones especiales para la edificación de la Iglesia, que son los carismas.
En definitiva, a través del bautismo, el Espíritu Santo, nos hace ricos y capaces de Dios.
Uno de los himnos de la liturgia dice, refiriéndose al Espíritu de Dios: “Esta es la fuerza que pone en pie a la Iglesia, en medio de las plazas y levanta testigos en el pueblo”.
Ahora bien, después de todo este repaso sobre qué significa ser bautizado y poseer el Espíritu Santo, nos podemos preguntar: ¿Qué ha ocurrido con toda esa riqueza que nos ha sido dada? ¿Por qué ahora no salimos a las plazas? ¿Por qué faltan testigos “para hablar con palabras como espadas”, como sigue diciendo el himno? La respuesta es: por la misma razón que la Santísima Virgen nos pide que oremos, es decir porque la llama del Espíritu se ha extinguido en los bautizados, porque la fe ha perdido su firmeza y leemos la historia de la Iglesia primitiva con ojos de arqueólogos, no de creyentes.
Porque “sin el Espíritu Santo, Dios es lejano, Cristo queda en el pasado, el Evangelio resulta letra muerta, la Iglesia una simple organización, la autoridad un poder, la misión una propaganda, el culto un arcaísmo y el obrar moral una acción de esclavos. Pero, en el Espíritu Santo el cosmos se ennoblece por la generación del Reino, Cristo Resucitado se hace presente, el Evangelio se vuelve potencia y vida, la Iglesia realiza la comunión trinitaria, la autoridad se transforma en servicio, la liturgia es memorial y anticipación, el obrar humano es deificado” (Atenágoras).
Y mientras hermanos separados no temen proclamar al Evangelio porque no dejan de invocar al Espíritu Santo nosotros nos atrincheramos en escepticismos y falsas salvaciones materiales. Nos falta la fuerza para proclamar al mundo que Jesucristo es el único Salvador de los hombres y que es el Señor de cielo y tierra, y esa fuerza es el Santo Espíritu de Dios.
Por eso debemos pedirlo, para nosotros y para cada bautizado. Pedirlo para cada cristiano. Porque si bien el Espíritu Santo está presente en comunidades eclesiales no católicas no lo está en cuanto permanezcan separadas y en cuanto no se les haya revelado la totalidad de la verdad, principalmente sobre tres temas fundamentales: la presencia verdadera, real y substancial de Jesucristo en la Eucaristía; la identidad y consecuentes prerrogativas y dogmas de fe acerca de la Santísima Madre de Dios, y la primacía y ministerio petrino del Papa .
¿Qué es lo que impide esta revelación del Espíritu? Los prejuicios. Para hacer una analogía que permita comprender esto, podemos asimilar el Espíritu a la luz y los prejuicios a la pantalla que no deja penetrar la luz. En la medida que haya prejuicios que impiden la manifestación de la verdad toda entera se genera un cono de sombras. Pidamos que el Espíritu Santo penetre los corazones cerrados por los prejuicios y que los hermanos separados, abiertos totalmente a su acción, sean iluminados para adorar al Señor presente en el Santísimo Sacramento; para que como Isabel proclamen ante la presencia de la Virgen en la Iglesia: “¿Quién soy yo para que la Madre de mi Señor venga hasta mí?”. Y también para que en sus corazones resuenen las palabras del Señor: “Tú eres Pedro...” (Mt 16:18).
El Espíritu desciende y reposa en el corazón purificado de los bautizados. La Comunión con el Espíritu Santo es la que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la semejanza divina perdida por el pecado y les confiere la unidad.
Por eso, para que revivan los huesos áridos y muertos (Cf. Ez 37:10) debe soplar el Espíritu sobre la Iglesia de los bautizados. Por eso, si escuchamos a nuestra Madre del Cielo, no debemos dejar de elevar nuestras plegarias pidiendo al Padre y al Hijo: “Padre, envíanos el Santo Espíritu. Te lo pedimos en el nombre de Jesucristo. Señor Jesucristo, manda el Espíritu prometido. ¡Ven, Espíritu Santo! ¡Ven! Ven para que todos los bautizados seamos uno, en una sola fe, un solo Señor, un solo bautismo”.
“... para que el Espíritu Santo los renueve a todos y los conduzca por el camino del testimonio de vuestra fe, a ustedes y a todos aquellos que están lejos de Dios y de Su amor”
Sí, queridos hermanos, no dejemos de invocar al Espíritu, no dejemos de pedir que nos renueve para hacer de nosotros verdaderos y valientes testigos de Jesucristo, muerto y resucitado.
Si nos falta el Espíritu la vida pierde calor y color, la llamas de la fe y del amor languidecen hasta apagarse, y el hombre se hace viejo y ya no reconoce a su Dios, que es Amor.
El Espíritu falta cuando falta la oración. Por eso, no dejemos de rezar pidiendo la venida del Paráclito (del otro Paráclito, porque el primero es Jesucristo) para nosotros y para toda los cristianos. Y hagámoslo con muchísima confianza, porque junto a nuestra oración, como en el primer Pentecostés en el Cenáculo, está María, la Madre de nuestro Señor y Madre nuestra, pero ahora en la gloria intercediendo ante el Altísimo.
Recapitulando: como hoy nos pide la Santa Madre de Dios y Madre nuestra, Reina de la Paz, oremos pidiendo con confianza la venida del Espíritu Santo sobre todos los cristianos para que todos –tanto cercanos como alejados del amor de Dios, los que conservan la fe verdadera y la que la han perdido- seamos renovados y podamos dar con valentía y ardor testimonio de nuestra fe.
Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas,
infunde calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno. Amén.
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