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martes, 28 de septiembre de 2010

“UN DIA AL CIELO IRE…” (PRIMERA PARTE)


“UN DIA AL CIELO IRE…” (PRIMERA PARTE)
Después de un mes de agonía, la enfermera del turno noche vino muy preocupada a despertarme…” Su papa se esta quejando….”  - Me dijo -.
Me levante rápidamente y acercándome a su cama descubrí que no era una queja. Mi papa Estaba entonando un viejo canto, recuerdo de su infancia…;”un día al cielo iré y la contemplare... Un día la veré, cual Celica armonía, las glorias de Maria, mil veces cantare…”
Pasaron solo unos minutos y papa partió al cielo…

La gloria
Después del juicio final acontecerá la renovación del mundo y la gloria eterna de los bienaventurados. Santo Tomás estudió la renovación del mundo y afirma que la gloria, el cielo, o la bienaventuranza, no son un lugar, sino un estado o modo de vida, que consiste en la visión de Dios, según dice Jesús en el Sermón de la Cena, que nos trae San Juan: “La vida eterna está en que te conozcan a ti y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3).


Tratando de entender

La visión beatífica es el acto de la inteligencia por el que los bienaventurados ven a Dios clara e inmediatamente tal como es en sí mismo. Razona santo Tomás: Hay quien dice que ningún entendimiento humano puede ver la esencia divina, pero esta opinión no puede ser admitida porque la felicidad suprema del hombre consiste en la más elevada de sus operaciones, que es la del entendimiento, y si éste no pudiera ver nunca la esencia divina, el hombre no podría jamás alcanzar su felicidad, o ésta no estaría en Dios, lo cual es contrario a la fe, porque la felicidad última de la criatura racional está en lo que es el principio de su ser, ya que en tanto es perfecta una cosa en cuanto se une con su principio, como la espiga de trigo es la perfección del grano sembrado.

Además se opone a la razón, porque cuando el hombre ve un efecto experimenta deseo natural de ver su causa y de aquí nace la admiración humana. Si el entendimiento de la criatura no lograse alcanzar la causa primera de las cosas, quedaría defraudado (1, 12,1). Después de la divina revelación, por la que el hombre conoce por la fe la existencia de Dios y de su elevación al orden sobrenatural, brota en él un deseo connatural al estado de gracia de ver a Dios.

De fe divina y católica

Es de fe divina y católica que los bienaventurados ven a Dios tal como Él es. Lo afirma san Pablo: "Ahora nuestro conocimiento es imperfecto, cuando llegue el fin desaparecerá lo imperfecto. Ahora vemos por un espejo y oscuramente, entonces veremos cara a cara. Al presente conozco en parte, entonces conoceré como soy conocido" (Cor 13, 9).

Y san Juan: "Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que cuando aparezca, seremos semejantes a Él porque le veremos tal cual es" (1 Jn 3, 2). No sólo seremos hijos por tener la naturaleza del Padre, que ya tenemos aquí por la gracia; sino que nos asemejaremos más a Él porque tendremos su manera de obrar y de vivir.

El Papa Benedicto XII definió: "Por esta Constitución por autoridad apostólica definimos que las almas de los bienaventurados vieron y ven la divina esencia con visión intuitiva y facial, sin mediación de ninguna criatura, sino por manifestárseles la divina esencia de manera inmediata y desnuda, clara y abiertamente, y gozan de la misma esencia, y por tal visión y fruición, las almas de los que salieron de este mundo son verdaderamente bienaventuradas y tienen vida y descanso eternos".

Conoce intuitivamente quien ve y quien contempla, por contraposición a quien razona y discurre. El conocimiento intuitivo es opuesto al discursivo, que utiliza medios para llegar a las conclusiones, que son las verdades superiores o los principios. El intuitivo no utiliza principios ni verdades anteriores para apreciar las cosas, sencillamente, las ve.

La visión beatífica, además de ser intuitiva, es inmediata, es decir, se realiza sin ninguna idea que se interponga entre el objeto, Dios, y el sujeto, el hombre, porque ninguna especie escapa de representarlo como es en sí. De ahí la necesidad de la unión inmediata entre Dios y el entendimiento de quienes le ven en la gloria.

Catecismo de la Iglesia

El Catecismo reproduce ampliamente la definición ya citada de Benedicto XII: (CIC 1023). Y añade: "Esta vida perfecta con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama ´el cielo´. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones mas profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha" (1024).

También afirma el Catecismo la enseñanza eclesial afirmando que, «por su muerte y su resurrección, Jesucristo nos ha abierto» el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en él y han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a él» (n. 1026).

Ver a Dios cara a cara

La expresión ver a Dios cara a cara es frecuente en el Antiguo Testamento. Jacob dijo haber visto a Dios cara a cara cuando luchó con el ángel; Moisés también dice que lo vio, cuando en otra ocasión Dios le había dicho: “No podrás ver mi rostro, porque el hombre no puede ver a Dios y vivir”. No es que mate la vista de Dios, sino que Él vive en otra dimensión a la que hay que pasar por la muerte.

Esas visiones se referían a visiones a través de figuras y de imágenes, lo que San Pablo llama visión mediata, oscura y parcial. A ésta contrapone el Apóstol la que tendremos cuando venga el fin; a la que él llama cara a cara. El hombre podrá entonces contemplar a Dios de hito en hito, sin cegarse y sin morir, porque contará con el auxilio de la luz de la gloria, que capacitará para la visión que de otra manera no podría tener, merecido y conseguido por la cruz de Cristo.

El ojo corporal no puede ver la esencia de Dios

Job dice que vio a Dios con sus ojos y que espera ver un día con los ojos de carne a Dios, su salvador. Imposible. La visión corporal es acto de un órgano sensible, y el órgano tiene su objeto propio, material, cuantitativo y colorado. La esencia divina no es material, ni cuanta, ni colorada por eso el ojo es incapaz de verla. Sí la puede ver el entendimiento si su potencia cognoscitiva es elevada.

Cuando el entendimiento ve a Dios en una criatura vista corporalmente, se trata de una visión corporal impropia. Cuando se dice que existiendo en la carne, o no estando el alma sola, sino en el cuerpo se ve a Dios, o no lo ve el ojo corporal, sino el del espíritu, o el entendimiento, o será una visión que ve una imagen de Dios. Eso es lo que le sucedía a Moisés, que según el Deuteronomio, vio a Dios cara a cara, es decir en imágenes. Eso ocurre las visiones que acaecen en este mundo.

El entendimiento puede ver la esencia de Dios

Ver la esencia de Dios tal cual es en sí es conocer un objeto sobrenatural, y nuestro entendimiento no puede por sí solo. Sólo lo puede ver con la ayuda de la luz de la gloría, que precisa potencia obediencial y capacidad de elevación. Dice Santo Tomás: “Cuando el hombre ve un efecto, experimenta deseo natural de ver su causa; de aquí nace la admiración. Si el entendimiento de la criatura no pudiera ver la causa primera de las cosas, quedaría defraudado su deseo natural. Por consiguiente, hay que reconocer que los bienaventurados ven la esencia divina”, pues, visto el efecto, nace el deseo de ver la causa y el deseo de penetrar dentro y ver lo que es.

Conocemos los efectos de Dios, y este conocimiento produce en nosotros el deseo de conocerle y de penetrar dentro de Él. Como los deseos naturales no se deben frustrar, porque son tendencia de la naturaleza y la naturaleza no tiende a lo imposible, hay que concluir que la visión de la esencia divina es posible. En realidad, el deseo termina en la esencia divina tal como las criaturas son capaces de reflejarla.

Sería penetrar en la esencia divina natural. Una y simple. Realidad que es objetivamente idéntica a la sobrenatural: Dios uno y trino. La divinidad está incluida en el objeto material de nuestro deseo de felicidad. Luego existe en nosotros una potencia obediencial pasiva elevable para conseguir la visión sobrenatural de la esencia de Dios.

”La luz de la gloria” capacita para ver y santifica

La luz de la gloria es un hábito intelectual infuso, que dispone el entendimiento para unirlo inmediatamente con la esencia divina en unión inteligible por el acto de la visión beatífica. La falta de proporción entre la inteligencia de una criatura y la esencia de Dios la tiene que suplir la luz de la gloria, que eleva y dispone.

La luz de la gloria interviene activamente, como interviene la luz de la razón en la visión intelectiva natural. Y como acto inmanente termina dentro del bienaventurado. El término de la visión intelectual es el concepto que queda en la mente, que es la misma esencia divina.

Función santificadora

La luz de la gloria como santificadora Influye en la naturaleza del bienaventurado y en su voluntad. Santo Tomás dice que con esta luz se hacen los hombres deiformes, es decir que, perfecciona el entendimiento y la naturaleza. El Concilio de Viena enseña que el hombre necesita la luz de la gloria para ver a Dios y para gozar de Él, pues sería una anomalía poner una perfección en las potencias sin que éstas tuvieran la debida perfección, que en el orden natural sigue este proceso: naturaleza perfecta, potencias perfectas, actos perfectos realizados por las potencias.

La perfección sobrenatural sigue el mismo proceso: la gracia; las virtudes infusas y los actos virtuosos. Lo mismo sucede en el cielo. El alma bienaventurada poseerá allí una perfección del orden sobrenatural correspondiente a la que el entendimiento recibe con el lumen gloriae. Dice Santo Tomás que, porque el “lumen gloriae” no es natural a la naturaleza del bienaventurado, es necesario deificarIa para que resulte connatural.

La luz se da para ver a Dios de una manera connatural, y por eso es necesario perfeccionar la naturaleza del vidente. Con lo que perfecciona a la vez el entendimiento y la voluntad y la convierte en una visión práctica y contemplativa, que ve a Dios como fin beatífico del hombre, y por lo tanto, como bien.

El lumen gloriae es mérito cristológico

San Gregorio de Niza, en una homilía, dice: “Nadie puede ver a Dios. Quien ve a Dios, muere. El hombre quiere ver a Dios, pues sólo así podrá vivir, pero su fuerza no le basta para ver. Si Dios es la vida, el que no ve a Dios, no ve la vida. Pero profetas y apóstoles afirman que a Dios no se le puede ver”. La situación del hombre es como la de Pedro que intenta caminar sobre las aguas, quiere acercarse a Jesús y no puede, se lanza al agua y se hunde. Le salva la mano del Señor”.

El condenado, el que cuelga de la cruz, promete el paraíso al ladrón condenado juntamente con él. El crucificado se presenta con poder para abrir el paraíso a los que están perdidos. La llave para abrir es su palabra. El “hoy estarás conmigo en el Paraíso” adquiere una importancia transformadora. A la luz de esta palabra el paraíso ya no se puede considerar sin más como un lugar ya preexistente.

El paraíso se abre en Jesús. Es inseparable de su persona.  Nótese que de aquí parte una línea que llega hasta la petición que hace Esteban al morir: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Act 7,59). Cristo mismo es el paraíso, la luz, el agua fresca, la paz segura, la meta de la espera y la esperanza de los hombres. Jesús no viene del seno de Abraham, sino del seno del Padre. El discípulo reposa en el seno de Jesús; el cristiano, gracias a su amor creyente, se encuentra seguro en el seno de Jesucristo y, en definitiva, en el seno del Padre. Así se entiende la afirmación de Cristo: «Yo soy la resurrección y la vida».

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